martes, 30 de agosto de 2011

El chico, Charles Chaplin, 1921


Título original: The Kid
Director: Charles Chaplin
Guión: Charles Chaplin
Fotografía: Rollie Totheroh (B&N)
Música: Película muda / Versión restaurada: Charles Chaplin
País: Estados Unidos
Año: 1921
Género: Comedia. Drama
Duración: 50 min.
Reparto: Charles Chaplin, Jackie Coogan, Edna Purviance, Carl Miller, Tom Wilson, Henry Bergman, Lita Grey


Una mujer londinense, sumamente pobre, se ve en la necesidad de abandonar a su hijo en una casa de millonarios, aunque por una serie de circustancias el niño terminará siendo cuidado por un vagabundo que se convierte así en su padre. Cinco años después, y con la madre convertida en una popular cantante, el destino tratará de separarlos... (FILMAFFINITY)


Cuando Chaplin se decidió a dar el salto al largometraje su vida personal no estaba tan boyante como si se encontraba su carrera. Si por un lado ya había logrado tener su primera empresa productora, la United Artists junto a Douglas Fairbanks, Mary Pickford y David W. Griffith, gracias a la sugerencia del yerno del presidente Wilson, que veía como una gran oportunidad que los actores fueran productores de sus propias películas, su matrimonio con la joven de dieciséis años Mildred Harris, con la que se había casado tres días después del estreno de "Armas al hombro", no iba como esperaba. La lucha entre su vida y su obra había comenzado a desatarse.

Eran grandes noches: cenas en el Hotel Alexandria, combates de boxeo en Vernom, bromas con el grupo de amigos de Fairbanks, etc… Al volver a casa el Chaplin joven y triunfador quedaba atrapado dentro de su propio matrimonio. Un matrimonio de conveniencia con el que Mildred sólo quería dar el salto a Hollywood, para eso era la mujer de Chaplin. Tras continuos episodios de chismes y escándalos que saltaron a la prensa, la muerte a los tres días de su nacimiento de un hijo fue el detonante para el matrimonio que anunciaba su divorcio en Agosto de 1920 con las acusaciones de Mildred que se basaban en la crueldad mental a la que, según ella, le había sometido Chaplin.

Chaplin preparaba su primer drama al uso, su primer largometraje. “El chico” no sería lo mismo sin Jackie Coogan, el niño de seis años que Chaplin convirtió en estrella tras descubrirlo en la compañía ambulante de sus padres que actúo en Los Ángeles una noche en la que Chaplin era un espectador más en el patio de butacas. Encantado con su espontaneidad, le contrató para hacer de extra en “Un día de placer”, corto en el que Coogan se foguearía delante de las cámaras. Cuando tenía claro que rodaría “El chico”, Chaplin moldeó a ese niño con mucha paciencia convirtiéndolo en una sensación en la época, aunque nunca lograría superar su etapa de éxito en la infancia y murió olvidado a los 69 años en 1984.


El divorcio de Chaplin de Mildred interrumpió la filmación de la película. “El chico” corría peligro de que fuera embargada. Los abogados de Chaplin le alertaron de que la decisión de la mujer de airear los trapos sucios del matrimonio podría poner en peligro la continuidad de la película ya que en ello se escudarían los productores para evitar pagar a Chaplin el suplemento por rollo que implicaba un largometraje. Al negarse Chaplin, utilizar a Mildred era la mejor arma para amenazar a Chaplin con el embargo.

Como si de una aventura de Charlot se tratara, Chaplin huye con el negativo de la película a Salt Lake City donde la monta y la estrena en un pequeño cine local con éxito. Con el film ya terminado presenta “El chico” a los productores de Nueva York que para quitárselo de encima (confiando que la película nunca llegaría a estrenarse por actuación judicial) le conceden el 50% de los beneficios así como la vuelta del film a su propiedad a los cinco años. La maniobra final fue huir del hotel en el que se alojaba disfrazado de mujer para que los guardias no incautaran la película.

El salto de estas noticias a los periódicos humaniza todavía más al personaje y a la persona, que lo ven como el fiel representante de las clases bajas que se antepone a los designios de la autoridad abusiva. Finalmente el divorcio se firmó el 19 de Noviembre de 1920 con cien mil dólares de indemnización para Mildred más una pensión.


“El chico” se estrenó en Nueva York el 6 de Febrero de 1921 con un rotundo éxito. Chaplin no sólo era un comediante sino que con el drama tocaba los puntos más sensibles de la sociedad. Y es que todavía tiene una actualidad absoluta con las decisiones judiciales en lo referente a las adopciones de los niños. En esta película, a partir del primer rótulo en el que se expresa que el film es para provocar una sonrisa, o tal vez una lágrima, la narración utiliza todos los registros para entender el abandono, el sentido social de la maternidad, el acogimiento, la educación, la caridad, la actitud de las instituciones y el cariño de los padres adoptivos.

Pocas escenas más conmovedoras y crudas ha dado el cine (con un gran recurso musical por parte de Chaplin) como aquella en que las autoridades arrebatan al niño de Charlot y, el vagabundo, ante la impotencia del tesoro que le arrebatan ve, con sus ojos vidriosos burlando a las autoridades y trepando por los tejados, como se llevan a ese hijo no de sangre, pero si afectivamente, al que le ha depositado el amor más sincero y desinteresado que un padre podría dar a un hijo. Una de las escenas que mejor definen a la obra de Chaplin, así como su vida propia basada en una infancia llena de miseria, sin referencias paternas muy recomendables, y en el que las autoridades eran más el enemigo que el apoyo en el que sustentarse. En “El chico” se dan la mano el personaje y la infancia del autor. Dos mundos paralelos que se han encontrado y que no pueden vivir el uno sin el otro desde el momento en que se conocieron.

La película es una crítica social feroz que defiende el sentimiento de los pobres, del que carece el Estado representado por la asistencia social. El film fue tachado por algunos sectores de anarquista y disolvente, mensaje que unos Estados Unidos que estaban en plena época de prosperidad no estaban dispuestos a compartir. El éxito de la película fue tal, con un beneficio de dos millones y medio de dólares, que no se pudo iniciar ninguna acción contra Chaplin porque ello habría significado echarse en contra a la ciudadanía. Chaplin era el héroe del pueblo.

De Lo Que Yo Te Diga


Una película con una sonrisa y quizá una lágrima.

domingo, 28 de agosto de 2011

La vida de nadie, Eduard Cortés, 2002


Título original: La vida de nadie
Director: Eduard Cortés
Guión: Eduard Cortés, Piti Español
Fotografía: José Luis Alcaine
Música: Xavier Capellas
País: España
Año: 2002
Género: Drama
Duración: 103 min.
Reparto: José Coronado, Adriana Ozores, Marta Etura, Roberto Álvarez, Adrián Portugal, Laura Conejero


Emilio Barrero (José Coronado) es, en apariencia, un hombre de éxito. Economista, "del Banco de España, nada menos", como le gusta decir a su padre. Tiene una esposa modelo, un bonito chalet y un hijo que le admira. Está a punto de cumplir 40 años, y su esposa Ágata (Adriana Ozores) le está preparando una sorpresa; pero la sorpresa se la va a llevar su familia, porque la vida de Emilio Barrero está basada en la mentira. Cuando Rosana (Marta Etura), una encantadora estudiante, aparece en su mundo, el precario equilibrio en que se mantiene su existencia se desmorona y todo se precipita hacia un inesperado desenlace. (FILMAFFINITY)


Películas como esta primera de Eduard Cortés (opta a tres premios Goya, al director novel, a la mejor actriz -Adriana Ozores- y a la actriz revelación -Marta Etura-) son una sorpresa bastante agradable. Puede tener sus pegas (le cuesta acabar, es a ratos un poco recurrente en su afán por encajar todas las piezas del relato siguiendo la moda Shyamalan), pero es una película sólida, novedosa, con empaque y magnífica factura, que cuenta una historia muy sugerente, de inquietante vigencia en nuestra sociedad de la apariencia y las primeras impresiones.
Tras una larga experiencia como realizador de programas musicales en la cadena autonómica TV3, Eduard Cortés (Barcelona, 1959) debuta en el largo con una historia que parte del affaire Romand, una historia real que contaron Laurent Cantet en El empleo del tiempo y Nicole García en L'adversaire, con Daniel Auteil como protagonista. Una coincidencia que el productor, Pedro Costa (La buena estrella), no tiene inconveniente en reconocer.


La vida de nadie es la historia de gente que da vida a un monstruito, que tras una continúa y metódica alimentación, va creciendo hasta convertirse en todo un señor monstruo, pantagruélico e insaciable que parece dispuesto a zamparse a su mismísimo papaíto poniendo como patatitas en derredor a deudos y amistades del interfecto. En La vida de nadie, el monstruo se llama mentira y afán de aparentar y su padre es Emilio Barrero, economista del Banco de España, a punto de arribar a los 40, casado con una hermosa mujer que le quiere con una ternura conmovedora, padre de un crío para el que su padre es Superman, amigo de sus amigos que le confían sus dineros, hombre agresivo y enérgico, guapo y con Audi.
Cortés ha construido una película implacable, que se te atora en la garganta (vaya secuencia incómoda la del encuentro Coronado-Etura en el Banco de España, o la de la tirada de tejos a Adriana Ozores) y da bastante que pensar, porque todos hemos conocido historias semejantes. El guión, muy bien tramado -sobra un estúpido y molesto exhibicionismo sexual-, lo saben leer unos actores solventes, entre los que destacan una magnífica y creíble Adriana Ozores (premiada en la Seminci) y un Roberto Álvarez muy metido en su papel. La fotografía del gran veterano Alcaine, el preciso montaje y la música de Capellas están muy a tono.

Alberto Fijo (FilaSiete)

La importancia de llamarse Ernesto, Oliver Parker, 2002

Título original: The Importance of Being Earnest
Director: Oliver Parker
Guión: Oliver Parker (Obra: Oscar Wilde)
Fotografía: Tony Pierce-Roberts
Música: Charlie Mole
País: Reino Unido
Año: 2002
Género: Comedia. Drama. Romance
Duración: 97 min.
Reparto: Rupert Everett, Reese Witherspoon, Colin Firth, Judi Dench, Frances O'Connor, Anna Massey, Edward Fox, Tom Wilkinson


Gran Bretaña, 1890. Jack tiene un secreto. Por un lado, disfruta de una vida tranquila y respetable en el campo, donde ejerce como protector de la bellísima Cecily. Pero, por otro, cuando necesita ciertos alicientes, se escapa a Londres, donde se hace pasar por su imaginario hermano Ernesto Worthing, un hombre tan disoluto y extravagante como su íntimo amigo Algy.
Sin embargo, el objetivo de su último viaje a Londres es proponer matrimonio a Gwendolen, la prima de Algy. La chica, que ignora la identidad de Jack, acepta la propuesta; pero su madre, la temible Lady Bracknell, que tiene otros planes para su hija, descubre la verdad sobre el origen social de Jack: que, siendo un bebé, fue hallado en una bolsa abandonada en la Estación Victoria.
Mientras tanto, Algy, aprovechándose de la preocupante situación de su amigo, decide visitar a Cecily. Cuando se presenta como Ernesto, descubre encantado que Cecily hace tiempo que sueña con casarse con el hermano errante. Pero, cuando Jack regresa con la noticia de que su hermano ha fallecido, las cosas empiezan a complicarse seriamente. (FILMAFFINITY)


“La importancia de llamarse Ernesto”, la nueva adaptación de una obra teatral homónima de Oscar Wilde, es una de esas excusas para reunir a viejos amigos y colaboradores. Por una parte, el director Oliver Parker y el actor Rupert Everett se vuelven a encontrar después del relativo éxito de “Un marido ideal”, precisamente otra adaptación del inmortal genio irlandés.
Por otra parte, Everett coincide en el filme con uno de los compañeros de sus primeros trabajos: Colin Firth. Ambos fueron los protagonistas de “Otro país”, aquella preciosa historia de dos estudiantes -uno homosexual y otro comunista- internados en un rígido colegio inglés.


Dejando a un lado estas simpáticas coincidencias, “La importancia de llamarse Ernesto” es una aceptable versión del clásico que divierte y que, casi sin ningún rubor, no quiere esconder su origen teatral. Bien es verdad que, como suele ser habitual, el director “airea” algo la trama, aunque esta salida a los exteriores tiene más un fin paisajístico que dramático. Sin embargo, tanto en la dirección de actores como en la planificación, Parker decide seguir los patrones clásicos, ofreciendo poco más que teatro bien filmado en bonitos exteriores. Pese a esta rigidez, ya presente en sus adaptaciones de “Otelo” y “Un marido Ideal”, Parker cuenta con un gran punto a su favor: su maestría a la hora de dirigir actores. Además, en este sentido, Parker tiene suerte: todos los actores con los que trabaja son de primera categoría. Esto, unido a la brillantez de la obra de Wilde, asegura una más que entretenida hora y media de diversión y excelentes diálogos.


Como ya sabrán los fans de la obra del autor, “La importancia de llamarse Ernesto” cuenta la historia de Jack Worthing (Colin Firth), un hombre rico que lleva una doble vida. Mientras que en el campo es un rico terrateniente, en la ciudad es un hombre de vida disipada. Sin embargo, todo esto cambiará cuando Jack, conocido en la ciudad como Ernst, se enamore de Gwendolen (Frances O´Connor), prima de Algy Moncrieff (Ruppert Everett), su mejor amigo. Éste a su vez, y haciéndose por Ernst, se enamorará a la vez de Cecily (Reese Whiterspoon), la pupila de Jack. Como se puede ver, el lío está servido.
En resumen, el filme es una buena oportunidad de mostrarnos que las divertidas e ingeniosas comedias de Wilde siguen hoy tan vivas como cuando las escribió a finales del siglo XIX.

Julio Vallejo (Cine5x)




sábado, 27 de agosto de 2011

El fin es mi principio, Jo Baier, 2010


Título original: Das Ende ist mein Anfang
Director: Jo Baier
Guión: Falco Terzani, Ulrich Limmer
Fotografía: Judith Kaufmann
Música: Ludovico Einaudi
País: Alemanía
Año: 2010
Género: Drama
Duración: 98 min.
Reparto: Bruno Ganz, Elio Germano, Erika Pluhar, Andrea Osvárt, Nicolò Fitz-William Lay



Cuando un hombre extraordinario que lo ha vivido todo ve acercarse su fin, decide llamar a su hijo para reunirse con él por última vez en su casa de la Toscana. Su intención es compartir unas valiosas conversaciones sobre la vida que ha llevado como corresponsal de prensa en el sureste asiático, los cambios políticos y sociales de los que ha sido testigo, y la transformación espiritual que ha experimentado en sus últimos años. Pero para él lo más importante es mostrarle a su hijo cómo se está preparando para la última gran aventura de su vida. (FILMAFFINITY)


El principal problema de esta cinta germana que se estrena con bastante retraso en España es que uno la tache de la lista de posibles antes de leer dos líneas del argumento. Cine alemán de autoayuda en pleno verano. Una reflexión sobre la muerte. Una conversación entre un padre y un hijo. Y el padre además viste una túnica blanca. Cualquiera de estos elementos es capaz de disuadir al más pintado.

Si al final uno se deja convencer descubre que El fin es mi principio tiene algo de eso –de cine de autoayuda, de reflexión filosófica, de sermón, si se quiere- y algo más. Y la suma es  una película conmovedora, una cinta bellísima, de esas que dejan huella.


La película cuenta la historia de Tiziano Terzani un carismático periodista italiano y escritor que, durante muchos años, trabajó como corresponsal en China. En 2006 se publicó El fin es mi principio, su testamento póstumo, escrito a modo de conversación con su hijo Folco. Temas como la muerte y la trascendencia, la importancia de la familia y del amor o el poder del espíritu sobre lo material son abordados de manera serena por un hombre enfermo que afronta con paz el fin de sus días. En Italia, estas memorias vendieron 400.000 ejemplares en 4 meses y se convirtieron en un fenómeno editorial.


A medida que avanza la cinta, uno se da cuenta que Terzani no era un iluminado sino una persona culta y observadora que vivió el auge de las ideologías y fue capaz de ir evolucionando en su pensamiento cuando contrastaba éste con la incontestable realidad. En ese sentido, es interesante su férreo rechazo de los materialismos y su defensa de la espiritualidad y trascendencia del hombre. Una trascendencia que, al abordar el tema de la muerte, se apoya en elementos de culturas y religiones muy diferentes (Terzani recibió una fuerte influencia del budismo), roza el new age pero está también muy cercana a la idea católica (esto queda patente al presentar la devoción a la Virgen María del hijo de Terzani y la referencia a las oraciones y la iglesia en el testamento del periodista).

El envoltorio de esta adaptación es muy sencillo. El guión lleva a la pantalla el largo diálogo entre el padre y el hijo, sin apenas recursos de montaje, y lo intercala con algunos pasajes más contemplativos en los que destaca una maravillosa fotografía de la Toscana. Esta escasez de recursos cinematográficos no se hubiera sostenido sin un actor como Bruno Ganz. El alemán –que aparece en prácticamente todos los planos- da un auténtico recital de interpretación apoyándose solo en la voz, en el texto y en los gestos. Casi nada…

Ana Sánchez de la Nieta (El cine que no cabía en Twitter)

Ricardo Reiss (Fernando Pessoa) - Ven a sentarte conmigo, Lidia, a la orilla del río...


Ven a sentarte conmigo, Lidia
a la orilla del río.
Con sosiego miremos su curso
y aprendamos que la vida pasa,
y no estamos cogidos de la mano.
(Enlacemos las manos.)

Pensemos después, niños adultos,
que la vida pasa y no se queda,
nada deja y nunca regresa,
va hacia un mar muy lejano,
hacia el pie del Hado,
más lejos que los dioses.

Desenlacemos las manos,
que no vale la pena cansarnos.
Ya gocemos, ya no gocemos,
pasamos como el río.
Más vale que sepamos pasar
silenciosamente y sin desasosiegos.

Sin amores, ni odios, ni pasiones
que levanten la voz,
ni envidias que hagan a los ojos
moverse demasiado,
ni cuidados, porque si los tuviese
el río también correría,
y siempre acabaría en el mar.

Amémonos tranquilamente,
pensando que podríamos,
si quisiéramos,
cambiar besos y abrazos y caricias,
mas que más vale estar sentados
el uno junto al otro
oyendo correr al río y viéndolo.
Cojamos flores, cógelas tú y déjalas
en tu regazo, y que su perfume suavice
este momento en que sosegadamente
no creemos en nada,
paganos inocentes de la decadencia.

Por lo menos, si yo fuera sombra antes,
te acordarás de mí
sin que mi recuerdo te queme
o te hiera o te mueva,
porque nunca enlazamos las manos,
ni nos besamos
ni fuimos más que niños.

Y si antes que yo llevases el óbolo
al barquero sombrío,
no sufriré cuando de ti me acuerde,
a mi memoria has de ser suave
recordándote así, a la orilla del río,
pagana triste y con flores en el regazo.



Versión de Rafael Díaz Borbón

viernes, 26 de agosto de 2011

Ran, Akira Kurosawa, 1984


Título original: Ran
Director: Akira Kurosawa
Guión: Akira Kurosawa, Hideo Oguni, Masato Ide (Teatro: William Shakespeare)
Fotografía: Takao Saito & Masaharu Ueda
Música: Toru Takemitsu
País: Japón
Año: 1985
Género: Drama
Duración: 160 min.
Reparto: Tatsuya Nakadai, Akira Terau, Jinpachi Nezu, Mieko Harada, Yoshiko Miyazaki, Daisuke Ryu



En el Japón medieval, el poderoso señor Hidetora decide abdicar y repartir sus dominios entre sus tres hijos. El menor considera que la idea es absurda y sólo servirá para causar problemas. Su padre, enfurecido, lo deshereda. Muy pronto descubrirá su error: la ambición hará que sus hijos mayores se enfrenten por el poder en una cruenta guerra. (FILMAFFINITY)


Ran es una palabra japonesa que significa caos o desorden. Con el caos sobrevolando los cielos de este drama épico, la película se convierte en una tragedia sobre el poder, sobre la ambición y la estupidez de los hombres que luchan y guerrean. De esta forma, Kurosawa proseguía su tono sombrío y de marcada raiz existencialista en una filmografía tan dilatada como coherente.

Casi 10 años tardó Akira Kurosawa para poder realizar Ran . En 1975, comenzó a estudiar la época en la que finalmente iba a transcurrir la película, el siglo XVI, y a preparar los bocetos y los dibujos sobre el vestuario y los decorados. No fue hasta 1983 que Kurosawa encontró un productor que le ayudase a llevarla a cabo (si Kagemusha (Idem, 1980), su anterior film, necesitó la ayuda económica de George Lucas y Francis Ford Coppola, Ran tuvo que contar con el muy generoso apoyo de Serge Silberman, habitual colaborador de la última etapa de Luis Buñuel) . El film fue uno de los más caros realizados hasta la fecha fuera del circuito hollywoodense (cerca de 12 millones de dólares). La dirección artística fue mimada de manera especial. Por ejemplo, la réplica del castillo medieval, construido en piedra y madera, que arde hasta los cimientos costó más de un millón de dólares (unos 275 millones de pesetas de aquella época).

Sobre la época en la que se enmarca el film, Kurosawa explicaba que había sido una etapa más libre, en la que los hombres estaban menos controlados. Si a un samurai no le gustaba su señor, podía abandonarlo. Eso le permitía poder desarrollar los caracteres de sus personajes a su antojo. Además, en el siglo XVI también existía un gran sentimiento estético pues los hombres se preocupaban por la belleza y quería rodearse de objetos hermosos.


La película está inspirada en la tragedia de Shakespeare El rey Lear a pesar de que nació como una reflexión sobre Motonari Mori, un señor feudal japonés al que la unificacón de su país cogió demasiado viejo como para jugar un papel decisivo. La obra del dramaturgo inglés cuenta la guerra fraticida de las tres hijas del rey Lear cuando éste decide dividir su reino entre ellas. Kurosawa cambia en su historia a las tres protagonistas de Shakespeare por tres hombres que traicionan su fidelidad a su padre por causa de las conspiraciones de las mujeres que les rodean. Ran se adentra en la historia del Japón, entre los años 1467 y 1582, cuando los diferentes clanes del país libraban encarnizadas luchas para salvaguardar su poder feudal. Un gran señor, Hidetora Ichimonji (Tatsuya Nakadai), decide ceder su poder al llegar a la vejez. Delante de los principales vasallos reparte los tres castillos de su propiedad entre sus tres hijos: el mayor, Taro; el mediano, Jiro; y el menor, Saburo. Éste último rechaza esta decisión pues cree que sus otros dos hermanos rivalizarán por conseguir el total del poder. Herido en su orgullo, Hidetora le deshereda y le expulsa de su territorio. Mientras, sus hermanos Taro (alentado por su mujer Dama Kaede –personaje inventado por Kurosawa que nos evoca a Asaji, la protagonista femenina de Trono de sangre (Kumunosu djo, 1957)–, que desea vengarse del clan Ichimonji por haber matado a su familia) y Jiro se alían para derrocar a su padre. Hidetora abandonará su casa y vagará medio loco por sus antiguos dominios. A partir de aquí, se suceden las batallas, las intrigas, las rencillas, las muertes.

Akira Kurosawa preparó minuciosamente todos los detalles del film y volvió a demostar su dominio de la planificación y la puesta en escena, dando especial relevancia al uso del color. El maestro japonés quería reproducir los colores del siglo XVI japonés, haciendo hincapié sobre todo en el vestuario. En las batallas, atribuyó un color a cada una de las partes enfrentadas, para no confundir al espectador y otorgando también una cierta simbología con los caracteres que representaban. Como en toda su filmografía, los escenarios y los personajes forman una asociación indisoluble. Así, el hijo mayor utilizaba el color amarillo, un color que no es neto, como su propia personalidad. Las tropas de Saburo, el menor de los hermanos, llevan banderas azules, en un tono que produce calma. Finalmente, el rojo de Jiro clama su vengativa sed de sangre.

El tratamiento de la imagen es cuidadoso no sólo por lo que respecta al vestuario y a los decorados. Cuando la luz natural que Kurosawa quería no era la adecuada, se paraba el rodaje hasta que el realizador consideraba que se lograba la óptima.

La interpretación de los actores no está relacionada con el teatro clásico japonés. Los movimientos de los personajes están condicionados, no por reglas teatrales, sino por el formalismo y el código de la buena educación del siglo XVI. Este código lo reglamentaba todo: cómo sentarse, cómo moverse, dónde colocar el sable, etc.. En este aspecto, como en tantos otros, Kurosawa fue inflexible. De hecho, la escena en la que la dama Kaede presenta a su cuñado el casco de su marido asesinado exigió varias semanas de preparación porque previamente hubo que enseñar a la actriz cada movimiento, obligarla a poseer un dominio perfecto de cada uno de sus gestos. Especial atención merece el trabajo de Tatsuya Nakadai, en una interpretación tan alucinante como emotiva.


Por otro lado, Ran no traiciona al espectáculo. Probablemente porque su presupuesto no permitía un drama intimista y porque el propio Kurosawa ya había aprendido del precedente que supuso Kagemusha . Así, el director nipón mantiene las expectativas lidiando con una brillante coreografía de masas y colores, especialmente significativa en el asalto del castillo, donde la música fúnebre de Tore Takemitsu es el único acompañamiento (como si se tratara de cine una película muda) de unas imágenes llenas de brutalidad y violencia. Kurosawa juega magistralmente con las formas y los colores. El sentido plástico de estas escenas y el brillante uso del color, también admirable en las secuencias intimistas, acaban por otorgar todo su valor a esta obra maestra. La plástica de Ran es fascinante y roza la perfección. Las secuencias de las batallas no sabemos si nos sorprenden más por su dureza o por la belleza de su composición.

El empaque estético, el rigor de la ambientación, con trajes de colores de la época y ruidos directos de sus movimientos ceremoniales, la pausa intensa e interior del drama y la composición visual de los planos, los suaves travellings laterales que subrayan determinadas acciones, la profundidad de campo... hacen que la historia que se nos cuenta adquiera una singular elegancia. A pesar de las dos horas y media de su metraje, éste no se hace largo ya que la belleza de las situaciones se combinan sin pausa con las acciones de exterior e interior y los diálogos. Tras una escena apabullante, que nos deja agitados en la butaca, llega otra no menos fascinante.

Temas tan, aparentemente, grandes como el poder, la guerra, los sentimientos humanos y sus contradicciones son testimoniados de tal forma por Kurosawa que logran que la espectacularidad de la cinta esté ceñida a las exigencias de aquello que se narra. El espectáculo está al servicio de la historia y no al revés. Sin ir más lejos, Kurosawa se sirve de miles de extras para las escenas de las batallas pero es capaz de desprenderse de ellos para mostrarnos la crudeza de la guerra y mostrarnos el caos a partir de planos en los que vemos los golpes de las patas de los caballos en tierra.

J. A. Souto Pacheco (Miradas)


"Sin las apariencias no sois más que una sombra".
"En este mundo loco, volverse loco es estar cuerdo".
"La serpiente ha devorado al pájaro que incubó su huevo".
"Todos los hombres nacen llorando y mueren cuando ya han llorado lo suficiente".


miércoles, 24 de agosto de 2011

Chet Baker - I get along without you very well


Los cuatrocientos golpes, François Truffaut, 1959


Título original: Les 400 coups
Dirección: François Truffaut
Producción: François Truffaut
Guión: François Truffaut
Fotografía: Henri Decae
Música: Jean Constantin
País: Francia
Año: 1959
Género: Drama
Duración: 94 min.
Reparto: Jean Pierre Léaud, Claire Maurier, Albert Rémy, Guy Decomble, Georges Flamant, Patrick Auffay


A sus doce años, Antoine Doinel se ve obligado no sólo a convivir con los problemas conyugales que sus padres no se atreven a afrontar, sino también a soportar las exigencias de un severo profesor. Un día, asustado porque no ha cumplido un castigo que el maestro le ha impuesto, decide hacer novillos con su amigo René. Inesperadamente, ve a su madre en compañía de otro hombre; la culpa y el miedo lo arrastran a una serie de mentiras y riñas que poco a poco van calando en su ánimo. Deseando dejar atrás todos sus problemas, sueña con conocer el mar y traza con René un plan para escaparse. (FILMAFFINITY)


Es de sobras conocido que Los cuatrocientos golpes ha pasado a la historia por ser uno de aquellos filmes que en 1959 dieron el pistoletazo de salida a eso tan difícil de definir conocido como Nouvelle Vague. Fue precisamente el festival de Cannes de ese año el que premiaría esta cinta de Truffaut y en el que se presentaría asimismo otra de las obras clave dentro de este "movimiento", Hiroshima mon amour, de Alain Resnais. Pero las obras decisivas en la historia del cine no lo son casi nunca sólo por sus valores intrínsecos, sino que se configuran en todos los casos como la punta del iceberg de una situación coyuntural que es siempre la suma de múltiples factores determinantes para el cambio. Así, aquellas películas de la Nouvelle Vague, no sólo se enmarcaron dentro de un espíritu de renovación que afectó a todo el cine europeo de la época, espíritu propiciado por el declive en esos años del cine norteamericano y que vería su plasmación en el florecimiento de los llamados Nuevos Cines —iniciados pocos años atrás con el Free Cinema inglés—, sino que también encontraría su sentido, a un nivel más local, en las diversas medidas proteccionistas que el mismo gobierno francés estaba llevando a cabo en su política cultural desde los primeros años de la década de los cincuenta. Este inteligente proteccionismo cinematográfico tuvo su punto culminante en la renovación de la Ley de Desarrollo del cine, vigente ya desde 1953, y que el recién nombrado ministro de Cultura, el ex-realizador André Malraux impulsó en 1959. La revisión legal, conocida como ley Pinay-Malraux, ponía la acentuación en el aumento de la promoción del cine francés con vistas a su exportación y en el refuerzo de las leyes de subvención y ayuda (1), hecho que favoreció especialmente a unos jóvenes realizadores que consiguieron renovar de arriba abajo el panorama artístico del cine francés de posguerra. Por otro lado, se potenciaron los premios a la renovación formal en los festivales, lo que explica el triunfo de Los cuatrocientos golpes en Cannes, así como el éxito también de los filmes de otros realizadores, entre ellos Claude Chabrol (Le beau Serge, 1958), Alain Resnais (L'année derniere à Marienbad, 1961), o Jean-Luc Godard (À bout de souffle, 1959).

Lo primero a lo que se hace alusión cuando se habla de Los cuatrocientos golpes es que se trata de una obra autobiográfica, hecho que el mismo Truffaut certificó, al menos parcialmente, en numerosas ocasiones. En la película hay ciertamente, si seguimos la descripción que los biógrafos han dado de la infancia y adolescencia del cineasta (2) muchos elementos compartidos con su vida, aunque en otros casos la exageración es no sólo evidente, sino reconocida por el mismo director: «Contrariamente a lo que se ha publicado en la prensa desde el festival de Cannes, Los cuatrocientos golpes no es un film autobiográfico. Uno no hace un film solo, y si yo solamente hubiera querido poner en escena mi adolescencia, no le habría pedido a Marcel Moussy que colaborara en el guión ni que redactara los diálogos. Si el joven Antoine Doinel se parece a veces al adolescente turbulento que fui, sus padres no se parecen en nada a los míos, que fueron excelentes.» Truffaut, contrariamente, declara en otra ocasión: «Tuve la infancia de Antoine Doinel (3) No había exageración en el film. De hecho, tengo la impresión de haber omitido cosas que podrían haber parecido inverosímiles.» (4). La conclusión que se extrae de estas afirmaciones aparentemente contradictorias es que la película plasma efectivamente muchas situaciones y hechos que vivió Truffaut en esos años de transición a la adolescencia, pero eso no exime que algunas de estas situaciones hayan sido exageradas u otras inventadas para servir más efectivamente a la narración fílmica. Quizás lo más importante en la película, aquello que conecta más directamente con la realidad del director es la visión que da sobre la institución familiar, un ente desestructurado en el que la figura materna es la que sale peor parada. Y esto no tiene nada de extraño, puesto que Truffaut pasó su infancia con su abuela, alejado de una madre que nunca se ocupó realmente de él y de un padre adoptivo que trató en su adolescencia de educarlo aun al riesgo de alejarlo más de su lado. La madre del Doinel cinematográfico —interpretada por Claire Maurier— es una mujer que no ha aprehendido su responsabilidad maternal, comportándose con su hijo casi como si de un extraño se tratase, dejando bien patente con su actitud distante y despreocupada hacia él que no está dispuesta a sacrificar su individualidad por esa dependencia afectiva que todo hijo demanda de su madre. Doinel quiere a sus padres, o más bien quiere a su padre —Albert Rémy—, una figura bastante patética que parece no darse cuenta o no pretenderlo de que su mujer le engaña y su hijo le necesita. Doinel descubre a su madre un día en la calle besándose con un desconocido —interpretado por el actor y realizador Jean Douchet, miembro también de la Nouvelle Vague —, en él se enfatiza entonces el desprecio hacia esa mujer por la cual se adivina en el fondo la tristeza de un amor que él siente como no correspondido. Doinel no le explica el hecho a su padre, entre él y su madre se crea entonces una especie de secreto compartido que Doinel prefiere no desvelar, aunque odia profundamente a su madre por ello. Esta aversión se resume en la patraña que el niño inventa ante el profesor Ducornet —Guy Decomble—, otro de los antagonistas del héroe Doinel, en este caso símbolo de la otra institución que ahoga las ansias de libertad del niño, para justificar su ausencia de la escuela. Doinel le dice al profesor que simplemente no asistió al colegio porque su madre había muerto. Este matricidio en la mente del joven Doinel, uno de los hechos que realmente sucedieron en la infancia del realizador francés, da muestra de la perfecta caracterización de un personaje a quien Truffaut consiguió dibujar magistralmente. Jean-Pierre Léaud interpretó desde niño el personaje de Antoine Doinel, por vez primera vez en este filme, y más tarde en Antoine et Colette (fragmento de L'amour à vingt ans, 1962), en la que Doinel vive su primera aventura amorosa; en Besos robados (Baisers volés, 1968), en la que conoce a su futura esposa; en Domicilio conyugal (Domicile conjugal, 1970), en la que ya casados, se muestran las primeras crisis de convivencia entre la pareja; y finalmente en El amor en fuga (L'amour en fuite, 1979), en la que Doinel/Truffaut, ya divorciado, hace una recapitulación de todo lo vivido mostrado en los anteriores filmes. Así pues, Doinel es el compañero de Truffaut a lo largo de toda su filmografía, su alter ego inseparable hasta el punto de llegar a una comunión pocas veces dada en el cine, no sólo entre el actor y el personaje, sino también entre este y el director. Pero de todas las etapas existenciales representadas por Léaud para su personaje/Truffaut, es la que corresponde a Los cuatrocientos golpes la que destila una mayor presencia del realizador en la piel del personaje. Como la mayoría de directores en sus primeras obras, Truffaut se sirve de su propia experiencia como materia prima para la elaboración de su relato, unos ingredientes valiosísimos que harán de su personaje una representación más o menos fiel del verdadero espíritu del realizador.


La transición de la infancia a la adolescencia fue uno de los temas que más trató Truffaut en su cine y cuyo interés justificó él mismo en muchos de sus escritos —Truffaut afirmaba que su preferencia por dirigir a niños antes que a adultos la descubrió ya en su cortometraje Les Mistons (1958), en el que un grupillo de niños se dedican a hacerle la vida imposible a una pareja de enamorados—. Este fue el tema central no sólo de estos dos filmes, sino también de El pequeño salvaje (L'enfant sauvage, 1970) y La piel dura (L'argent de poche, 1976). Truffaut habló en muchos de sus escritos sobre esta preferencia temática en su cine, reconociendo en algún caso la importancia de sus propias vivencias existenciales al respecto: «Si yo he escogido expresar la soledad de un niño (refiriéndose a 'Les quatre cent coups') es porque no me encuentro muy lejos de mi infancia; todavía soy sensible a la verdad del niño y sé lo que es» (5). Para Truffaut, los cuatrocientos golpes son aquellos que recibe el niño-adolescente durante este difícil período conocido con el nombre de "crisis juvenil", caracterizado por el destete afectivo, el despertar a la pubertad, el deseo de independencia y el sentimiento de inferioridad , las respuestas a un mundo injusto que obliga a despabilarse a base de golpes (6). Pese a este aparente tono pesimista en el retrato de la adolescencia, Truffaut nunca recurrió en su cine a la nostalgia o al dramatismo en las situaciones mostradas. Así, y refiriéndonos al personaje de Doinel, éste no se muestra en ningún caso como un pobre niño desgraciado, sino que sus correrías se siguen sin enfatizar la carga dramática que su soledad podría aportar en un relato más trágico. Antoine es un niño mentiroso y rebelde, pero no posee malicia en sus actos, que incluso se pueden ver en algún caso cargados de buenas intenciones, como cuando prepara lenta y obedientemente en su casa la mesa para la cena. La infancia del niño explica el carácter posterior del Doinel adulto —cuya interpretación de Jean-Pierre Léaud es tan efectiva y memorable como particular por su extrañeza—, un hombre introvertido y de carácter inescrutable, mentiroso, egoísta y manipulador a través de sus encantos, aunque en el fondo con un gran corazón, buena voluntad y una necesidad de aprobación y afecto por parte de aquellos a los que él ama.

A excepción de algún momento del filme en el que Truffaut se dejó llevar por la enfatización de una nostalgia explícita, como ese memorable final con Doinel caminando sobre la playa, dejando abiertas todas las probabilidades hacia un futuro que permanece del todo incierto, la sobriedad de exposición caracteriza toda la cinta, una sobriedad que aún imprime más poesía y sentimiento en la historia del niño que la que hubiera supuesto un dramatismo mayor de las situaciones. No en vano, Truffaut consideraba mucho más poética la exposición de la infancia a través de los hechos y actitudes triviales que realizan los niños —en Les Mistons el grupo de chavales comete gamberradas de manera inocente y con una falta absoluta de afectación que no hace más que plasmar el difícil trance a la adolescencia— que no por medio de un artificial elemento poético en sí mismo: «Como los niños ya traen 'automáticamente' consigo la poesía, creo que se ha de evitar introducir elementos poéticos en una película infantil, para que la poesía nazca de sí misma, como algo más, como un resultado y no como un medio, ni incluso como un objetivo que alcanzar» (7). Es quizás esta poesía indirecta, nacida de la realidad y no metáfora de ella la que convierte a Los cuatrocientos golpes en un film tan especial, dentro y fuera de la filmografía de Truffaut. Independientemente de que en la película se plasmen situaciones que conoció el director de primera mano, como además de las que ya se han mencionado, el internamiento por parte de sus padres en un correccional de Villejuif a la edad de catorce años, el hurto de carteles cinematográficos de Doinel junto a su compañero de batallas René (Patrick Auffay) o el robo de la máquina de escribir en la fábrica de su padre, lo verdaderamente interesante en el filme es la visión global que Truffaut da sobre la adolescencia, en ningún momento nostálgica, sino sólo el retrato de una etapa difícil que todo ser humano ha de pasar.

Los cuatrocientos golpes se configura como una obra clave dentro de la Nouvelle Vague aunque no tanto por el estilo visual que imprime Truffaut. Éste, a diferencia de otros realizadores coetáneos como Godard, era poco transgresor visualmente hablando y sólo destacaba en oposición al clasicismo formal en la utilización de una cámara nerviosa y en la grabación de numerosas escenas en exteriores —curiosamente, la ciudad del filme no aparece como el París de finales de la década de los cincuenta, sino que se asemeja más a ese otro que vivió Truffaut en los años cuarenta—. Truffaut innovó en el aspecto temático, al realizar una obra biográfica, al tratar la historia de una manera realista exenta de sentimentalismo, al cuestionar la familia y las instituciones educativas. Por otro lado, su film también rompió con el concepto clasicista de conclusión del relato de manera cerrada y positiva, con ese final ya comentado de Doinel ante el mar, así como en la introducción de referencias al mundo del cine, aspecto este que sería una norma común en numerosos realizadores de esta nueva ola. En Los cuatrocientos golpes, se adivina un sincero homenaje de Truffaut hacia la película de Jean Vigo Cero de conducta (Zéro de conduite, 1933), una exquisita obra que narra las peripecias de un grupillo de estudiantes rebeldes en una institución educativa de valor más que discutible, en la que se tratará en vano de encarrilar su educación. Vigo fue uno de los directores más admirados por Truffaut, y uno de los pocos, entre los que también estaban Bresson o Renoir, que él y sus compañeros de crítica rescataron de la lapidación que realizaron contra el cine francés anterior a ellos. Otras referencias al mundo del cine incluyen la cita visual a la película que los niños contemplan, que no es otra que el Paris nous appartient de Jacques Rivette, que en aquel entonces aún no se había acabado y que produjo Truffaut además de aparecer en el reparto junto a Godard, Demy y el mismo Rivette; en relación a esto, también se alude en Los cuatrocientos golpes al mundo del cine con la aparición de directores y actores en la película, no sólo el ya comentado papel del amante de la madre interpretado por Jean Douchet, sino también la colaboración de Jeanne Moreau como figurante, o la misma de Truffaut, quien, como su admirado Hitchcock y quizás en imitación suya, realizaba continuos cameos cuando no interpretaba a ningún personaje en sus filmes.

Dedicada a su maestro y mentor André Bazin, Los cuatrocientos golpes marcó un antes y un después en la trayectoria del nuevo cine europeo. Los años han provocado su transformación de película ruptural en obra decisiva en la historia de este arte. Obra maestra de un director que quizás mostraría en conjunto más destreza con el papel que con la cámara —pese a contar en su filmografía con un grupo de obras memorables que destacan sobre el resto, Truffaut fue un director bastante irregular en su trayectoria— Los cuatrocientos golpes quedará en el recuerdo como una de las películas más significativas del cambio que supuso la Nouvelle Vague en todo el cine moderno. Erigida e interpretada como una protesta del director ante una sociedad indiferente con el drama humano (8). Los cuatrocientos golpes justifica la atracción que ejerce sobre el espectador en la honestidad y sinceridad que destila cada uno de sus planos, en el cariño evidente que Truffaut dedica hacia una obra en la que se desnuda la etapa más vulnerable e inocente, pero también cruel y solitaria de su propia vida, extensiva por lo demás a todos nosotros por lo que del joven Doinel conservamos en nuestro interior.

(1) TORREIRO, Casimiro, El estado asistencial, "De Gaulle y Malraux: La Nouvelle Vague", dentro de "Historia General del cine, Vol. XI", Ed. Cátedra, Madrid 1995, p. 52.
(2) Por ejemplo, la biografía escrita por BAECQUE, Antoine de y TOUBIANA, Serge: François Truffaut , Ed. Gallimard, Col. Folio, 1996.
(3) Cita reproducida en Diccionario Truffaut, recopilación de temas y declaraciones de François Truffaut, NICKELODEON nº 12, otoño de 1998, p. 201.
(4) Ibíd., p. 201.
(5) TRUFFAUT, François Cinéma, univers de l'absence ?, 1960, recogido en El placer de la mirada. Ed. Paidós, Barcelona 2002 (1a ed. 1987), p. 21.
(6) Ibíd., p. 25.
(7) Ibíd., p. 34.
(8) SANCHEZ Noriega, José Luis, Historia del cine, teoría y géneros cinematográficos, fotografía y televisión , Alianza Editorial, Madrid, 2002, p. 442.

Susanna Farré (Miradas)


«En septiembre de 1958 puse un anuncio en el periódico France-Soir con el fin de encontrar un chaval de 13 años que representara al héroe de Los 400 golpes. Se presentaron unos sesenta niños y les hice pruebas en dieciséis milímetros a todos; me limité a hacerles preguntas sencillas, con la intención de encontrar un parecido más moral que físico con el niño que yo creía haber sido.

Muchos niños habían venido por curiosidad o empujados por sus padres. Jean-Pierre Léaud era diferente de ellos; él quería el papel con todas sus fuerzas; se esforzaba en parecer relajado y bromista, pero en realidad estaba terriblemente nervioso y de este primer encuentro me llevé una impresión de ansiedad e intensidad.

Continué con las pruebas el jueves siguiente; Jean-Pierre Léaud se diferenciaba claramente del grupo y en seguida decidí darle el papel de Antoine Doinel… Jean-Pierre Léaud, que en aquel momento era menos socarrón que Antoine Doinel, que todo lo hace a escondidas, que finge estar siempre sometido para acabar solamente lo que él quiere.

Jean-Pierre era, al igual que Doinel, solitario, antisocial y rebelde, pero, como adolescente, tenía mejor salud y a menudo se mostraba desvergonzado. En su primera prueba, dijo delante de la cámara: “Por lo visto buscas a un chico bromista, y aquí me tienes”…

Cuando empecé el rodaje de la película, Jean-Pierre Léaud se convirtió en uno de los más preciados colaboradores de Los 400 golpes. Espontáneamente, encontraba los gestos adecuados, rectificaba el texto cuando era necesario, y yo le animaba a utilizar palabras de su vocabulario. Observábamos las primeras pruebas en una pequeña sala que tenía quince o veinte butacas y, por eso ¡Jean-Pierre creía que la película nunca sería proyectada en las grandes salas de cine normales! Cuando vio acabada la película Jean-Pierre, que no había dejado de reírse durante todo el rodaje, prorrumpió en sollozos. Reconoció un poco su propia historia detrás de esa historia que había sido la mía.»

Febrero de 1971
Prefacio de las Aventures d'Antoine Doinel
Éditions Mercure de France



martes, 23 de agosto de 2011

Antonio López

Una pequeña aproximación a la obra del pintor Antonio López.

 


Imágenes tomadas de Ciudad de la Pintura

El sol del membrillo, Víctor Erice, 1992


Título original: El sol del membrillo
Director: Víctor Erice
Guión: Víctor Erice
Fotografía: Javier Aguirresarobe & Ángel Luis Fernández
Música: Pascal Gaigne
País: España
Año: 1992
Género: Documental
Duración: 139 min.



Ésta es la historia de un artista (Antonio López) que trata de pintar, durante la época de maduración de sus frutos, un árbol —un membrillero— que hace tiempo plantó en el jardín de la casa que ahora le sirve de estudio. A lo largo de su vida, casi como una necesidad, el pintor ha trabajado sobre el mismo tema en muchas ocasiones. Cada año, con la llegada del otoño, esa necesidad se renueva. Lo que el artista no ha hecho nunca en su pintura del árbol es introducir entre sus hojas los rayos del sol. Desde el estilo que le es propio —un estilo que parte de la exactitud— esa tentativa posee una gran dificultad, se revela, según las circunstancias, casi como una imposibilidad. En esta ocasión decide afrontarla. Pero lo hace como es habitual en él, con una tensión razonable, sin perseguir siquiera el acabado del cuadro, sin otro afán que permanecer unas semanas junto al frágil y generoso árbol. La película da cuenta de esta experiencia y, a la vez, de todo aquello (el paso de los días, la rutina cotidiana de personas y cosas...) que gravitan sobre esa casa y ese jardín. Un espacio y un tiempo —otoño de 1990— donde el artista trabaja y los frutos del árbol llegan al momento de su máximo esplendor. Cuando el invierno empieza a anunciar su llegada, los membrillos maduros, al caer de las ramas, ponen punto final a la labor del pintor, iniciando en tierra el proceso de su descomposición. Es entonces cuando, en la noche, el pintor nos cuenta un sueño. (FILMAFFINITY)

Víctor Erice deja transcurrir años entre obra y obra. Pero cada vez que las da a conocer nos sorprende. Incorporadas a la historia del cine, El espíritu de la colmena y El Sur son filmes singulares y representativos, no sólo de la trayectoria de su realizador, sino de una época de España. Íntimas y cálidas son, sin embargo, muy fuertes. Su última obra, El sol del membrillo fue exhibida ante el imperturbable desinterés de los distribuidores, que no la han considerado lo suficiente comercial.

Imagen enmarcada en otra imagen, dos seres, dos creadores ansiosos por suspender la vida, por capturarla y ofrendarla. Así, Antonio López –reconocido pintor español– es el sujeto filmado por Víctor Erice. A su vez, Antonio López escoge otro sujeto para inmortalizar, el membrillo que ha sembrado hace años en el patio de su casa.

Construida como un documental, en el que los personajes se representan a sí mismos y las acciones filmadas son las que ellos realizan, la película de Erice va más allá del clásico género para coquetear con la ficción, ofreciéndonos un producto diferente a los que como espectadores estamos acostumbrados a percibir.

La cámara registra los preparativos del lienzo, el entorno familiar, los amigos, los albañiles, los ruidos del vecindario... El detenimiento de Erice en el detalle nos permite seguir cada uno de los pasos. La mirada acuciosa, la elección del ángulo, la demarcación del espacio. Pinceladas sobre los frutos, sobre los muros, determinan marcas precisas a los ojos del pintor. La extensión de líneas y el uso de la plomada servirán para resolver los trazos que le darán equilibrio al modelo y permitirán plasmarlo casi con equivalencia en la tela.


Antonio López desarrolla un ritmo que busca el encierro del modelo en límites precisos, la ubicación de la mirada que queda presa entre los cordeles que encierran el árbol, así como el ángulo de visión determinado por la posición de los pies, fijos al suelo, que movilizan el cuerpo férreamente.

El membrillo en otoño le debe su iluminación a fugaces rayos solares que López intenta perpetuar. Así, Erice nos ofrece una dulce lucha entre el pintor y el paso del tiempo que amenaza con quitarle la posibilidad de concretar su obra. López sigue diariamente una realidad concreta. La maduración de los frutos, futura muerte, estableciéndose así una relación intimista con esa muerte, a la que desafía cotidianamente para ganarle en el transcurrir del tiempo.

Cine y pintura se plantean como vehículo ante la necesidad de mostrar una doble realidad: la del árbol frutal, la del pintor frente a su obra. Lucha sutil ante lo inexorable, visible en el proceso de maduración del árbol, imperceptible en el envejecimiento del hombre. Esfuerzo por captar un momento. La pintura detiene la vida. El cine le agrega movimiento. Sin embargo, ese movimiento es el que nos entrega la realidad de lo perecedero, de ese transcurrir que promete la muerte a los seres vivos.

Partiendo de una necesidad similar –la intención de capturar un instante de vida– el cine y la pintura nos ofrecen dos situaciones contrastantes. La pintura expresa el momento de mayor esplendor del membrillo. El cine nos ofrece su decadencia. Así mismo, el cine nos permite espiar la impotencia del pintor, quien frente al paso del tiempo y a las inclemencias del clima, se ve limitado a pintar un modelo sin lograrlo realmente.

Los sonidos ambientales que responden al día de la semana que transcurre –domingos apacibles, lunes ruidosos–, así como las noticias narradas por el radiorreceptor, nos ayudan a enmarcar, desde el cine, al pintor y a su modelo. Es un entorno real, histórico, documental. Sin embargo, las visitas que López recibe mientras pinta, las conversaciones con los albañiles extranjeros, han sido previstas en un guión, detalle necesario para entender el coqueteo de Erice con un género ambiguo que se balancea entre documental y ficción.

La sencillez de la película se apoya en el desarrollo cronológico, el ritmo pausado, demorado en la observación y enriquecido a través de sobreimpresiones elípticas y fundidos a blanco puntuales. El sol del membrillo cuenta con un orden consciente, en el que están claramente delimitados los roles de la pintura y del cine. Erice plantea un discurso honesto, en el que hay un compromiso frente a la realidad. Tanto a la ofrecida por el membrillo al pintor, así como la del pintor frente a la cámara cinematográfica, obteniendo el espectador una experiencia lúcida, en la que ambas realidades se conjugan ante sus ojos.

Liliana Sáez (kinephilos)


"La idea que sustenta este proyecto cinematográfico es muy sencilla. Consiste, sobre todo, en la captación de un acontecimiento real: la pintura y el dibujo de un árbol. A propósito de este hecho, algunas de las cuestiones más elementales que, de manera inmediata, se pueden plantear son las siguientes: quién es el artista, qué es lo que pinta, y cómo lo hace.La película ofrece pronta respuesta a estas demandas: el artista se llama Antonio López, y pinta con un estilo que, basado en la exactitud, puede denominarse realista un membrillero que ha plantado en su jardín. Pero lo hace, y éste es un detalle fundamental, ante un equipo de cine, provisto de una cámara y un magnetófono, que trata de recoger las imágenes y los sonidos de este suceso. Es así como, en este caso, la pintura y el cine entran en relación. Una relación que aquí supone la renuncia explícita a cualquier forma previa de fabulación y dramaturgia, incluso a la que podría elaborarse a partir de los datos más significativos de una biografía. Pero que, además, igualmente prescinde del ejemplo, ya tradicional, que constituyen los denominados documentales de Arte; es decir, aquellas películas que utilizan la obra pictórica para los fines de una síntesis cinematográfica.
Especie de diario elaborado a partir de la captación directa de los hechos (todas las personas que aparecen en las imágenes se representan a sí mismas, y lo que dicen les pertenece), El sol del membrillo trata, más bien, de buscar una relación menos evidente entre la pintura y el cine, observados ambos en lo que tienen de instrumento de captura de lo real; es decir, como formas distintas de llegar al conocimiento de una posible verdad.
A lo largo de este siglo, los pintores y los cineastas no han dejado de observarse, quizás porque han tenido, y siguen teniendo, más de un sueño en común -entre otros, capturar la luz-, pero, sobre todo, porque su trabajo obedece, como señaló André Bazin, a un mismo impulso mítico: la necesidad original de superar el tiempo mediante la perennidad de la forma; el deseo, totalmente psicológico, de reemplazar el mundo exterior por su doble. La fotografía primero, y el cine después, explican en cierto modo algunos de los aspectos más sustantivos de la evolución de la pintura moderna. Con su aparición, estas dos invenciones provocaron una mutación profunda del estatuto de la imagen, de su producción y consumo, que se ha extendido hasta nuestros días. Ampliando extraordinariamente el horizonte de esa mutación, la televisión y el vídeo han tomado el relevo precipitando la crisis del cine, su conciencia de la propia caducidad. Acaso por todo esto, la pintura y el cine contemporáneos transitan por más de un territorio común, compartiendo incluso parecidas frustraciones y esperanzas. Porque en un momento como el presente, en el que la inflación audiovisual ha llegado a extremos inimaginables, la cuestión que se impone, más que nunca, es la siguiente: cómo hacer visible pintar, filmar una imagen."
Víctor Erice

lunes, 22 de agosto de 2011

Cuentos de la luna pálida de agosto, Kenji Mizoguchi, 1953


Título original: Ugetsu monogatari
Director: Kenji Mizoguchi
Guión: Matsutaro Kawaguchi & Giren Yoda
Fotografía: Kazuo Miyagawa
Música: Fumio Hayasaka
País: Japón
Año: 1953
Género: Drama
Duración: 96 min.
Reparto: Machiko Kyo, Mitsuko Mito, Kinuyo Tanaka, Masayuki Mori, Sakae Ozawa



Basada en una leyenda del siglo XVI, narra la historia de dos ambiciosos campesinos que abandonan a sus familias para buscar el poder, la fama y la riqueza. Junto a "La vida de O-Haru, mujer galante", la obra maestra del Mizoguchi. (FILMAFFINITY)


Ugetsu Monogatari es un film bello y misterioso: una historia habitada por fantasmas tremendamente humanos, un fresco social que toma como marco las guerras que asolaron Japón a finales del siglo XVI, y un cuento moral sobre los peligros de la ambición. Mizoguchi vuelca el saber de más de treinta años de carrera en una película donde todas estas facetas conviven sin estridencias, gracias a una atmósfera ciertamente peculiar donde las luces y las sombras juegan a su antojo y la naturaleza nos habla con rumoroso sigilo, desvaneciéndose entre las brumas.

La magistral secuencia del cruce por el río servirá al director de trampolín para adentrarnos en un mundo de borrosos confines donde la belleza siniestra del paisaje sirve de presagio fatalista para el cruel destino de esta família. Así mismo sucede con el canto femenino que acompaña a las imágenes y que volveremos a escuchar después, como tema del baile de Lady Wakasa. El plano en leve contrapicado de Ohama, remando por unas aguas cristalinas que brillan bajo la pálida luz de la luna y el de la barca que aparece de repente entre la niebla, como si de una visión se tratara, poseen un magnetismo altamente expresivo, producto del eficaz trabajo del realizador japonés sobre un resbaladizo terreno donde lo enigmático y lo bello se dan la mano.

Sirviéndose del plano secuencia y de movimientos de cámara lentos y sinuosos -que incluso le permiten enlazar distintos travellings sin que apenas se note la sutura- Mizoguchi traza un sugerente mapa de los escenarios de su película. El sentido trascendental que este realizador otorga al aspecto formal encuentra un significativo ejemplo en la secuencia en que Genjuro y la princesa Wakasa están tomando un baño. Mizoguchi decidirá dejar en off sus aventuras amorosas y la cámara se deslizará lateralmente, mediante un largo y deslumbrante travelling, hasta que volvamos a encontrarnos con los personajes sentados sobre una estora, en la hierba. Este movimiento sin cortes no sólo pone en duda la esfera temporal en la que se mueve el film, también sugiere la idea de que el reino de esta misteriosa princesa pertenece a otra dimensión. Por otro lado, aquí encontramos además una buena muestra de ese pudor -al que Serge Daney ya dedicó interesantes reflexiones- tan característico del cineasta quien, como consecuencia lógica de esto, también optará por dejar fuera de campo casi todas las escenas violentas del film.



El tratamiento de la luz, unas veces naturalista, otras fantasmagórica e irreal, se convertirá en un macabro teatro de sombras en el tramo que tiene lugar en los aposentos de la princesa, donde la progresiva vampirización que ésta ejerce sobre Genjuro se llevará a cabo entre inquietantes penumbras. También en las escenas filmadas desde dentro de las casas y especialmente en la del puesto de armaduras, donde el marco de la puerta traza el límite entre los oscuros interiores y el brillante paisaje que se extiende al otro lado, la iluminación cobrará especial protagonismo al propiciar la visión del protagonista.

La arquitectura de las construcciones japonesas y las líneas geómetricas que esconde la naturaleza serán tratadas con exquisito gusto visual por Mizoguchi que las utilizará para reforzar sus trabajados encuadres, obteniendo composiciones extremadamente complejas que juegan constantemente con los volumenes de los objetos y con la profundidad de campo. Las secuencias con multitudes son las más espectaculares en este sentido, pero también momentos más íntimos consiguen beneficiarase de esa fuerza (la escena en que Genjuro y su esposa trabajan la arcilla mientras suena unan unos timbales como motivo musical de la obsesión del marido).

En el último pasaje de la película -y uno de los más hermosos-, el pequeño Genichi, precoz e intuitivo conocedor de las terribles consecuencias de la guerra y de los extraños caminos del espíritu, arreglará las flores que crecen junto a la sepultura de su madre y nutrirá el alma de ésta echando sobre la tierra un plato de comida. Ugetsu Monogatari, oda a la família y a la mujer -de cuya capacidad de sacrificio Mizoguchi dejará constancia en estremecedores retratos- permite vislumbrar la esperanza de una vida eterna al final de un túnel de crueldad y dolor, más allá de la muerte física, y de la niebla.