jueves, 29 de septiembre de 2011

Secretos y mentiras, Mike Leigh, 1996


Título original: Secrets and Lies
Director: Mike Leigh
Guión: Mike Leigh
Fotografía: Dick Pope
Música: Andrew Dickson
Producción: Thin Man Films / Channel Four Films / Ciby 2000
País: Reino Unido
Año: 1996
Género: Drama
Duración: 141 min.
Intérpretes: Brenda Blethyn (Cynthia Rose Purley), Timothy Spall (Maurice Purley), Phyllis Logan (Monica Purley), Marianne Jean-Baptiste (Hortense Cumberbatch), Claire Rushbrook (Roxane Purley), Elizabeth Berrington (Jane), Lee Ross (Paul), Michele Austin (Dionne), Ron Cook (Stuart), Lesley Manville (Social Worker)


Al morir sus padres adoptivos, Hortense, una joven negra que vive en Londres, siente la necesidad de conocer a su madre biológica, la cual la dio en adopción nada más nacer. Cuando por fin la encuentra, resulta ser una mujer soltera que trabaja en una fábrica. (FILMAFFINITY)


Recientemente, en una entrevista que me concedió Eduardo Torres Dulce, crítico de cine de Expansión, La Clave y el programa radiofónico Cowboys de medianoche, éste me aseguraba que «de originalidad y provocación estética estaba lleno el cementerio del cine», en relación a muchas películas “de festival” que impostaban las últimas modas artísticas y que se ataviaban con los ornamentos discursivos de más rabiosa actualidad. Por añadidura, completaba su razonamiento afirmando que esta aceptación en los más reputados circuitos de exhibición estaba íntimamente relacionado con el pecado más recurrente de la crítica, el esnobismo; y para corroborarlo, me sugería que «si recuperáramos las listas de los críticos españoles en el año 1987/88, y citáramos algunas de ellas, te puedo asegurar que pasaríamos vergüenza».

De entrada, me pareció una reflexión interesante porque muchas de las obras aquí abordadas, en este recorrido crítico por las Palmas de Oro del festival de Cannes, han estado sepultadas durante mucho tiempo. Un proyecto de índole arqueológica, que dirán algunos. Sin embargo, difiero de las palabras de Torres Dulce: ¿cuántas películas duermen hoy el sueño de los justos porque todavía no han llegado las condiciones sociales, culturales y artísticas idóneas para volver a ser apreciadas? Las fluctuaciones en la interpretación fílmica, la redefinición de nuestra escala de valores, son argumentos más que suficientes para no dictar sentencia ante determinadas obras y fenómenos cinematográficos de éxito pretérito que hoy juzgamos trasnochados. Por tanto, levantar las lápidas de ese gran cementerio cinematográfico y profanar el sueño de quienes dimos por muertos, no es, desde luego, un ejercicio inútil e insignificante, sino un valiosísimo chequeo que nos puede ayudar a efectuar algunos descubrimientos no siempre placenteros. En el arte cinematográfico no hay actas de defunción irrevocables.

Todo lo anterior viene a colación de la película Secretos y Mentiras, Palma de Oro, Premio de la crítica (FIPRESCI) y Premio a la mejor actriz (Brenda Blethyn) del Festival de Cannes en 1996, además de otras distinciones como el Globo de Oro y el Bafta a la mejor intérprete femenina y hasta cinco nominaciones de la Academia de artes y ciencias cinematográficas de Hollywood. A pesar de semejante currículum, que como vemos gozó del beneplácito de la crítica de todo el mundo, nos queda la amarga sensación de que éste y otros logros del cineasta inglés Mike Leigh, se han visto eclipsados por las obras de Ken Loach, Neil Jordan, Stephen Frears, Danny Boyle, y hasta de Michael Winterbottom, directores que en diferentes tramos de su filmografía frecuentaron el realismo social británico, que reverdeció en las décadas de los años ochenta y noventa. Al contrario que estos autores, la resonancia crítica de los trabajos de Mike Leigh se ha diluido conforme éstos se han ido alejando de sus respectivos años de estreno, y esto sucede con Indefenso (Naked, 1993), Dos chicas de hoy (Career girls, 1997), Topsy-Turvy (1999), Todo o nada (All or anything, 2002) y hasta con la magistral El secreto de Vera Drake (Vera Drake, 2004).


Secretos y mentiras narra la historia de Hortense (Marianne Jean-Baptiste), una chica de raza negra que tras la muerte de sus padres adoptivos decide buscar a su verdadera madre, si bien una vez obtenida legalmente su partida de nacimiento, descubre con sorpresa que ésta es blanca. Cynthia (Brenda Blethyn), que así se llama su progenitora, es una mujer de clase baja que vive con su hija Roxana (Claire Rushbrook), también fruto de un embarazo no deseado, con la que no se entiende. Neurótica y muy necesitada de cariño, el círculo familiar de Cynthia se completa con su hermano Maurice (Timothy Spall) distanciado de ella por las diferencias que ésta mantiene con su mujer, Monica (Phyllis Logan) y por la crisis matrimonial que están atravesando, aunque la causa se desvelará a lo largo del filme.

Quizá con perspectivas más comerciales, Secretos y mentiras hubiese resultado una divertida comedia de enredo, pero Mike Leigh prefirió desarrollar, simple y llanamente, una crónica humana en el más amplio sentido de la palabra, ya que en ella se concitan los deseos, insatisfacciones, rencores, rivalidades e incomprensiones que cualquier familia es sensible a experimentar; y cómo a partir de inesperados desencadenantes sobreviene una profunda catarsis que lava heridas y recompone la unidad del seno familiar. El calado social de la película está emparentado, así, con la cercanía y proximidad de los personajes abordados, con su circunstancia íntima y cotidiana, cada cuál con sus miserias y preocupaciones. Sin embargo, el guión contrapone el acomodamiento dramático de Cynthia, Maurice, Monica y Roxane –de alguna manera víctimas de sus respectivos fantasmas– con el valiente periplo que inicia Hortense, lo que, a la sazón, les supondrá una auténtica lección moral, ya que entre las motivaciones de ésta última no se encuentra el rencor o la recriminación, sino, más bien, una actitud comprensiva y respetuosa hacia las debilidades ajenas.

Ante este sustrato melodramático, las referencias sociales pasan a un segundo plano; y Leigh despliega una narración serena, sacudida con abundantes cambios de ritmo gracias, sobre todo, a algunos diálogos y a las explosiones emocionales de la actriz Brenda Blethyn, cuyas distinciones por su interpretación continúan más que justificadas. Leigh rehuye de la sordidez de otras de sus obras, y opta por una puesta en escena más límpida, con diferentes estrategias según el paisaje humano: la sesión fotográfica con la que se presenta Maurice, intentando, fuera de campo, hacer sonreír a sus clientes para que salgan favorecidos, constituye una certera representación de su papel mediador en el seno familiar; la actividad de Monica para mantener impoluta su nueva casa contrasta con la baja iluminación con que es filmada, con penumbras que se extienden por todos los rincones de la vivienda, lo que evidencia un drama oculto, no revelado; la existencia de Cynthia se limita también a su hogar, pero, al contrario que en Mónica, éste deviene en un espacio claustrofóbico y enfermizo en la medida en que hay una reiterada retroalimentación de recuerdos y deseos insatisfechos; por último, en Hortense predomina el estatismo, la mesura, la reflexión gracias a numerosos primeros planos que dejan entrever una crisis interior, si bien ésta será su estímulo para emprender la búsqueda de Cynthia.


Secretos y mentiras llega a su clímax en una inolvidable reunión familiar en la que se destapará la caja de los truenos, y en ella vuelve a ser significativa la prudencia de Leigh para no convertir la secuencia en un espectáculo televisivo del tipo Sorpresa, sorpresa, El diario de Patricia, Lo que necesitas es amor y otras muchas fórmulas televisivas que, provenientes de Estados Unidos, hacen entertainment a costa de traficar con emociones y sentimientos ajenos. Quizá este largometraje de Mike Leigh no esté hoy en el altar que ocupó antaño; pero sigue siendo una propuesta que no desmerece los mejores trabajos de Ken Loach, Stephen Frears, Neil Jordan, Danny Boyle, y el resto de sus compañeros de generación, por no hablar de éxitos más fugaces y prefabricados como Billy Elliot (Stephen Daldry, 2000), aunque, una vez más, apliquémonos el cuento: mejor que prime la prudencia, y dejemos semiabierta la lápida de su sepulcro.

José Antonio Planes  (Miradas de Cine)

"¡Secretos y mentiras! Todos sufrimos, ¿por qué no compartir nuestro dolor?"


"La familia puede sacar lo peor de los seres humanos, pero al final hay que volver a ella" (Mike Leigh)

miércoles, 28 de septiembre de 2011

El guateque, Blake Edwards, 1968


Título original: The party
Director: Blake Edwards
Guión: Blake Edwards, Tom Waldman, Frank Waldman
Fotografía: Lucien Ballard
Música: Henry Mancini
Producción: Warner Bros. Pictures
País: Estados Unidos
Año: 1968
Género: Comedia
Duración: 99 min.
Intérpretes: Peter Sellers, Claudine Longet, Marge Champion, J. Edward McKinley, Fay McKenzie


Hrundi V. Bakshi es un patoso actor de origen hindú que se encuentra rodando una película en el desierto. Por sus continuas meteduras de pata, es despedido del rodaje. Inesperadamente, recibe una invitación para asistir a una sofisticada fiesta organizada por el productor de su última película. Gracias a Hrundi, en la fiesta se producirán las situaciones más disparatadas. (FILMAFFINITY)


La acción tiene lugar en una moderna mansión residencial de L.A., propiedad del productor de cine Fred Cutterbuck (McEnzie). El actor hindú Hrundi V. Bakshi (Sellers), tras provocar la voladura anticipada de un plató de cine, es invitado por error a la fiesta de postín organizada por el productor del film y su esposa Molly (Green). No conoce a los invitados, pero pronto se hace notar. Se gana la simpatía de la aspirante a actriz más guapa de la fiesta, Michèle (Longet). Él es educado, agradable, culto, sencillo, inocente y curioso. Carece de sentido del humor y le persigue la mala suerte. Es desmañado y patoso a rabiar. Ella es atractiva, guapa, honrada, decente e incorruptible. Tiene buena voz, toca la guitarra y desea ser actriz.

El film es una comedia de humor disparatado, alocado, delirante y burlesco. Añade elementos de romance y de crítica social. La obra se plantea como un homenaje al humor del cine cómico mudo (slapsticks) . Se inspira en el cine de Jacques Tati, especialmente en tres de sus películas: Playtime (1967), Las vacaciones del Sr. Hulot (1953) y Mi tío (1958). De la primera toma ideas para la secuencia de la cena, de la segunda el coche-motocicleta y de la tercera el surtidor y otros referencias. Como Charlot, Bakshi es inocente y bondadoso, poco mañoso y desmañado, se ve perseguido por la mala suerte, pero conquista a la chica más guapa del film. Bakshi se diferencia del inspector Clouseau porque es inocente y sencillo, competente, carece de vanidad y las desgracias le sobrevienen por mala suerte, no por su estupidez. Como Laurel y Hardy, usa la confusión y el error como fuentes de comicidad. Como en los films mudos, comienza con una introducción, en la que parodia una escena de Gunga Din (George Stevens, 1939), protagonizada por Sam Jaffe.


La película se apoya en un argumento escueto, que sirve de pretexto para encadenar una sucesión de gags. El libreto tiene menos de 60 páginas. La distribución de la comicidad se ajusta a un crescendo que comienza con gags minimalistas, contados con parsimonia y riqueza de detalles, enmarcados en una atmósfera tranquila, para avanzar gradualmente hacia una catarata de desastres. El realizador, además, del entretenimiento, busca colocar en la picota al mundo de Hollywood y del cine. Lo presenta como un universo aburrido, dominado por la hipocresía, traicionero, sin escrúpulos, dado a la corrupción, aficionado a la mentira y al engaño, poseído por la codicia y obsesionado por el dinero.

Algunos personajes responden a estereotipos de la sociedad del cine californiano. El director (Ellis) del film de aventuras trata de engañar a una jovencita, el productor está más preocupado por salvar las joyas de su mujer que a su mujer, la estrella del western (Miller) es un bruto, la mujer del productor es alcohólica, etc. La burla ridiculiza lo que los jerarcas del cine comen (sopa de fresa), cómo visten y peinan (rellenos y tupés), lo que reflejan sus casas (megalomanía y estupidez), etc. Adicionalmente, se burla de las grandes preocupaciones de la alta sociedad californiana, para la que el mundo camina hacia un cataclismo que llegará de la mano de los rusos, los comunistas, la explosión demográfica asiática (China, Japón e India) o los jóvenes inconformistas. En contraposición, Blake Edwards sugiere que el submundo codicioso y estúpido, puede saltar hecho añicos gracias a una juventud nueva, alegre y divertida, o de un ataque colectivo de risa. Como demuestra el film, la juventud alegre y la risa pueden ser más destructivas que un tornado.


La música, de Henri Mancini, aporta una excelente banda original, de 12 cortes, con composiciones descriptivas (“Birdie Nam Nam”), de acompañamiento (“The Party”), ambientales (saxo y orquesta), de construcción argumental (“Nothing To Lose”, balada a cargo de Longet) y de moda (“Meglio stasera”). La fotografía, de Lucien Ballard, en panavisión y color (deluxe), ofrece travellings vibrantes, planos cortos inquisitivos y expresivas tomas largas. Crea numerosos y ocurrentes lances de comicidad visual, que a veces ofrece fuera de plano.

Film muy divertido. Posiblemente es la mejor comedia del realizador.

Miquel Alenyà (La gran evasión)

Víctor Manuel - Quién puso más

Luis García Montero - Me persiguen

Me persiguen
los teléfonos rotos de Granada,
cuando voy a buscarte
y en las calles enteras están comunicando.

Sumergido en tu voz de caracola,
me gustaría el mar desde una boca
prendida con la mía,
saber que está tranquilo de distancia,
mientras pasan, respiran,
se repliegan
a su instinto de ausencia
los jardines.

En ellos nada existe
desde que te secuestran los veranos.
Sólo yo los habito
por descubrir el rostro
de los enamorados que se besan,

con mis ojos en paro,
mi corazón sin tráfico,
el insomnio que guardan las ciudades de agosto,
y ambulancias secretas como pájaros.

jueves, 22 de septiembre de 2011

Rebeca, Alfred Hitchcock, 1940


Título original: Rebecca
Director: Alfred Hitchcock
Guión: Robert E. Sherwood & Joan Harrison (Novela: Daphne du Maurier)
Fotografía: George Barnes (B&W)
Música: Franz Waxman
Producción: David O. Selznick Production / United Artists
País: Estados Unidos
Año: 1940
Duración: 130 min.
Género: Drama. Intriga
Intérpretes: Laurence Olivier ('Maxim' de Winter), Joan Fontaine (Mrs. de Winter), George Sanders (Jack Favell), Judith Anderson (Mrs. Danvers), Nigel Bruce (Major Giles Lacy), Reginald Denny (Frank Crawley), C. Aubrey Smith (Colonel Julyan), Gladys Cooper (Beatrice Lacy), Florence Bates (Mrs. Van Hopper)


Al poco tiempo de perder a su esposa Rebeca, el aristócrata inglés Maxim De Winter conoce en Montecarlo a una joven humilde, dama de compañía de una señora americana. De Winter y la joven se casan y se van a vivir a la mansión inglesa de Manderley, residencia habitual de De Winter. Pronto la señora Winter se da cuenta de que no puede borrar en su marido el recuerdo de su difunta esposa. (FILMAFFINITY)


"Anoche soñé que volvía a Manderley…”

Así comienza la novela de Daphne Du Maurier y también es la primera frase pronunciada en el guión de esta historia gótica rodada en 1940, clásico del género y una de las cimas de la filmografía de Hitchcock, y por extensión, de la historia del cine. La película constituye la segunda ocasión en la que Hitchcock acude a esta escritora como fuente de inspiración, tras Posada Jamaica, y el excelente resultado final de la película sería recordado por Hitch en el inicio de su declive, varias décadas más tarde, para rescatar otra novela de la misma autora, Los Pájaros, con la que esperaba mantener ante crítica y público el nivel de reconocimiento obtenido en la década de los cincuenta.

La historia que cuenta esta película es conocida. Una joven ingenua (la encantadora Joan Fontaine, que triunfó en el casting previo sobre su hermana, Olivia de Havilland, y también sobre una innumerable lista de actrices británicas y norteamericanas, entre ellas Anne Baxter, Loretta Young, Margaret Sullavan, y sobre todo Vivien Leigh, heroína de Selznick y esposa de Laurence Olivier, que no dejó de manifestar en el rodaje a cada momento su malestar por la no elección de su esposa; casi todas hicieron pruebas de cámara con el vestuario de la película y en los decorados que iban a emplearse, y debe conservarse la prueba de cámara que hizo Vivien Leigh, por ejemplo) se emplea como ‘dama de compañía’ de una rica y anciana mujerona norteamericana (Florence Bates) que se encuentra de vacaciones en Montecarlo. Allí conoce a Maxim de Winter, un adinerado y apuesto inglés que se ha quedado recientemente viudo (Laurence Olivier), de modales refinados pero adustos, y nace entre ellos una extraña, repentina y atípica historia de amor que, tras un noviazgo relámpago de incógnito, termina en boda. Tras el casorio y el viaje de novios, ambos se trasladan a Manderley, la casona familiar, donde da inicio de verdad esta sobrecogedora historia.


Porque la mansión, que parece poseer vida propia, encierra secretos, misterios, espectros de un pasado que se remueve atormentado, y que vuelve para extender un velo de amenaza sobre el puro e inocente amor de los recién casados, el cual, a medida que la relación se hace más intensa, empieza a sufrir las consecuencias de una atmósfera opresiva que sigue estando presidida por Rebeca, la primera esposa de Maxim, fallecida en un accidente de navegación, y la tensión creciente, las dudas, el pasado turbio y las sospechas, pondrán en juego la confianza de los amantes. La joven irá descubriendo poco a poco los misterios que encierran los muros de Manderley, la verdad sobre la forma en que Rebeca murió, las extrañas relaciones que mantenía con ciertas personas (el magnífico primo interpretado por George Sanders), y la especial unión que existía entre Rebeca y la inquietante señora Danvers (Judith Anderson), el ama de llaves, paradigma de los personajes negativos del cine de terror y suspense de todos los tiempos, y que ha servido de modelo para una gran mayoría de personajes femeninos de mente atribulada y secretos inconfesables.

La joven interpretada por Fontaine va descubriendo poco a poco la legendaria figura de Rebeca. Se establece un duelo de personajes, entre la difunta esposa de Maxim, una verdadera señora de alta sociedad, hermosa, inteligente, divertida, competente, encantadora, sensual, perfecta amante, capaz organizadora y magnífica anfitriona de fiestas y saraos, y la de la joven, de la que en ningún momento se dice su nombre, como ocurre en la novela, para incrementar la sensación de ninguneo, de inferioridad y de constante pérdida en la continua comparación con la primera esposa de Maxim, cuyo nombre es pronunciado a todas horas, incluso se mantienen sus iniciales bordadas en la ropa de cama o en el papel de cartas, o hacia la que los personajes se refieren veladamente -o no tanto- a cada momento, sometiendo a la recién casada a un continuo afeamiento de su conducta en comparación con cómo hablaba, se movía o se comportaba “La Señora”, una auténtica tortura psicológica, que sufre mientras no empieza a salir a la luz la verdad, que Maxim confiesa en una escena de enorme carga dramática y emotiva, que sirve para lanzar una sombra de sospecha sobre el ‘pobre viudo desconsolado’ pero que salva el amor que los esposos se tienen. Porque bajo la fachada de estilo, belleza y personalidad de Rebeca se escondía algo muy distinto a lo que trascendía para todos. Sólo Maxim, y también la señora Danvers, antigua doncella de la Rebeca niña trasladada a Manderley tras la boda con Maxim para servir a su señora como ‘doncella’ y posteriormente destinataria del gobierno de la casa como ama de llaves, conocen la verdad que ella misma espetó a Maxim la noche de bodas: su libertinaje, su moral laxa, sus costumbres licenciosas, sobre todo junto a su primo Sanders, su gusto por el continuo cambio de amantes, y por todos los vicios posibles para una dama de la década de los treinta, todo ello impuesto a Maxim mediante el chantaje: o soportar la vida alegre de su esposa, o descubrirlo todo públicamente con el consiguiente escándalo.

Lo que Fontaine va sabiendo de la primera esposa de Maxim unido a la reapertura del caso de su accidente de barco cuando aparecen nuevos datos que puedan ayudar a la policía, contribuyen a sacar a la luz la verdadera personalidad de Rebeca, mucho más sucia y oscura que la Rebeca pública, al mismo tiempo que convierte el supuesto accidente en presunto asesinato del que Maxim es el primer sospechoso.


La película es notable por varias circunstancias. En primer lugar, supuso el desembarco de Alfred Hitchcock en Hollywood, y por la puerta grande, nada menos que trabajando para el productor David O. Selznick, el promotor, artífice y verdadera alma, pese a los cinco directores que constan en los créditos y a los otros que trabajaron en ella anónimamente, del clásico Lo que el viento se llevó, filmado el año anterior. Este hecho fue traumático para todos. La primera intención de Selznick (cuya O. del nombre oficial no significaba nada, no era más que un añadido artístico) siempre fue producir películas majestuosas, de grandes decorados, de mucho metraje, historias repletas de acción, romance, complicados giros y sagas dilatadas en el tiempo. Con tal fin quiso llevar a Hitchcock a América para filmar la historia del Titanic, el famoso barco hundido tras chocar con un iceberg y que años más tarde perpetraría de manera infame el presunto cineasta James Cameron. Con este objeto, mientras Hitchcock rodaba Posada Jamaica y Enviado especial junto a sus colaboradores habituales, sobre todo la guionista y amor platónico del director, Joan Harrison, y mientras Selznick, de 37 años aunque aparentaba tener el doble, se peleaba a diestro y siniestro con los interminables detalles de la producción y del rodaje de Lo que el viento se llevó, fueron constantes las comunicaciones mediante telegrama o correo postal entre las oficinas de Selznick y los platós de Hitch, intentando concertar las condiciones en las cuales el inglés se pondría a las órdenes del productor. Esto incluía determinar no sólo qué condiciones contractuales iban a unirles, sino también acordar para cuántos y qué proyectos se asociaban. Salta a la vista que el tipo de películas que gustaban a uno y a otro eran difícilmente compaginables, pero el principal escollo eran sus métodos de trabajo. Hitchcock fue el primer cineasta independiente de la era moderna (de hecho es uno de los pocos directores con derechos de propiedad sobre algunas de sus películas, sin que éstos pertenezcan a los estudios): controlaba absolutamente todos los estratos de la producción fílmica, desde el guión a la fotografía, desde la iluminación al vestuario, desde el puesto de operador de cámara al del servicio de catering. Por el contrario, Selznick era un dictador de los estudios: gustaba de controlar todos los aspectos que rodeaban sus producciones, dado que entendía que su dinero le permitía intervenir en todas las fases de creación de las películas producidas por sus estudios. Para ello utilizaba sus famosos e inabarcables memorándums, escritos enormemente largos con los que castigaba a los directores contratados que filmaban sus proyectos, y en los que hacía notar su disconformidad con aquellas cuestiones que le desagradaban en la marcha de los rodajes (algunos originales se conservan aún, son verdaderos monstruos de la escritura de puño y letra, es normal que Hitch ni se los leyera). Era evidente que el choque de trenes no tardaría en producirse, y así fue.

Sin embargo, durante las largas y arduas negociaciones, no faltaron indicios de la catástrofe a la que ambos se avecinaban. Los continuos flecos que dificultaban cerrar el acuerdo definitivo durante los últimos rodajes ingleses del director hicieron que éstos se resintieran. Hitchcock estaba más pendiente del salto a América que de filmar las películas que tenía pactadas antes de poder marcharse, y el resultado de ambas lo deja notar (del rodaje de Posada Jamaica viene la famosa frase de no trabajar con niños, perros o con Charles Laughton). El principal problema, no obstante, fue ponerse de acuerdo en el proyecto que iban a filmar. Selznick proponía Titanic, y estaba convencido de que ésa sería la primera película americana de Hitch incluso cuando el guión de Rebeca ya estaba terminado. Hitchcock jamás tuvo intención de rodarlo, y aprovechando que acababa de filmar otra obra de Du Maurier, presentó esta alternativa que, tras arduas negociaciones, terminó imponiéndose. Hitchcock diría más tarde que fue Selznick quien compró los derechos de la novela para ofrecérselos a él, pero, como sucedía a menudo, mentía. Las ansias de un éxito seguro uniendo a una novelista de éxito, Du Maurier, y al genial director británico, elevado a los altares tras la impactante repercusión entre el público de Alarma en el expreso, propiciaron que Charles Laughton adquieriera los derechos de Posada Jamaica para llevarla a la pantalla. Entonces Hitchcock ya intentó comprar los derechos de Rebeca, que era realmente la historia que le interesaba, pero no pudo acerse cargo de ella por lo elevado de la suma necesaria. Sin embargo, con los cheques recibidos de Selznick cuando se suponía que financiaba los primeros gastos del rodaje de Titanic, la adquisición de los derechos de la novela no fue un problema.

Sin embargo, Selznick, por vez primera derrotado en una negociación, guardó en la memoria el detalle de lo sucedido para el futuro. A pesar de que convino el proyecto que Hitchcock quería y de que el contrato se cerró por diez películas, no olvidó lo ocurrido y pronto tomó una medida salomónica que, queriendo castigar al inglés, supuso su encumbramiento y la decadencia vertiginosa del propio Selznick. Pero antes de manifestar su rencor, el productor se convirtió en entusiasta defensor de Rebeca, y concedió a Hitchcock un presupuesto mucho más que generoso. Gracias a él pudo Hitchcock recorrer auténticas mansiones de Inglaterra y de la costa este de Estados Unidos de estilos victoriano y eduardiano con el fin de levantar con total exactitud espacios existentes de mansiones reales que sirvieran de marco para la tétrica narración.


Selznick no reparó en gastos a fin de tener más contento a Hitchcock y así tener esperanzas de que éste viera con mejores ojos sus ansias de intervenir en todos los asuntos del rodaje. Esto no impediría que uno y otro salieran hartos de su colaboración, lo que provocó que, de mutuo acuerdo, firmaran un nuevo contrato por el que Selznick podría ceder a su director estrella a otros estudios a cambio de sustanciosos emolumentos. Así, de las diez películas que Hitchcock debía filmar para Selznick, sólo hizo tres: Rebeca, Recuerda y El proceso Paradine, éstas dos últimas cuando el imperio Selznick ya se estaba desmoronando y el productor buscaba como fuera una tabla de salvación, mientras Hitchcock rodaba sus primeros éxitos de taquilla y de crítica para los estudios Universal o R.K.O. (Sospecha, La sombra de una duda, Encadenados). Sólo la victoria en la gala de los Premios de la Academia, ganando el único premio a la mejor película obtenido por el director inglés, supuso un oasis de concordia entre ambos.

Otro aspecto por el que la película resulta interesante es porque Hitchcock se llevó con él a América sus manías y sus traumas. Lo que más atrajo al director fue el hecho de que la auténtica protagonista de la película fuera un personaje ausente, que habiendo muerto es el auténtico motor de la historia, condicionando desde el más allá las vidas de los personajes gracias al recuerdo y al remordimiento que éstos guardan. El inicio de la película en Montecarlo, acompañando Joan Fontaine a una vieja americana en sus vacaciones por la Costa Azul, recordaba a Hitchcock las veces que él mismo y su esposa Alma Reville ejercían de tales con su propia madre, de la cual, dicho sea de paso, es un perfecto trasunto el magnífico personaje de la Señora Danvers, incluso con cierto parecido físico, y cuyas ropas y calzado fueron diseñados para que diera la sensación de que se movía en el aire, sin posar los pies en el suelo y sin hacer ruido. Pero la obsesión, el remordimiento, el trauma, el pasado, la memoria, la pasión no satisfecha, y la amenaza de catástrofe emocional, eran constantes preocupaciones personales del cineasta, que no renuncia tampoco a hacer aparecer a la policía, no como un ente que busca esclarecer el crimen en aras de la justicia, sino como una amenaza para el amor de la pareja protagonista. Pero principalmente lo que hace que Hitchcock asuma el proyecto no es otra cosa que el propio personaje de Rebeca, la fascinación que el sentía por la doble moral, por las personas con múltiples facetas que han de esconder alguna o algunas de ellas al público. Responde asimismo a su canon de belleza y de comportamiento femenino: la rubia que ha de ser una perfecta dama en público y una viciosa, promiscua y complaciente prostituta en la intimidad. La atracción de Hitchcock por la historia viene de su admiración por este personaje que hubiera culminado todos los deseos que el cineasta intentó hacer realidad en Ingrid Bergman, Grace Kelly o Tippi Hedren. La continua presencia fantasmal de la difunta plasmada plásticamente en la decoración y distribución de la casa, son una caracterización maestra de una ausencia, un despliegue de creatividad de un gran director que logra transmitir una presencia viva, amenazante y vengativa, de un personaje sin acudir para ello a lugares comunes explotados por el peor cine de terror de los últimos tiempos. Pero, aplicándolo a su propia vida, el espectro de Rebeca se asemejaba a la constante presencia de su propia madre, bien físicamente, bien mentalmente, a través de su continua influencia grabada a fuego en su mente a través de sus prohibiciones, sus mandatos, su mal humor, sus órdenes y su intransigencia.

El marco es majestuoso, el desarrollo de personajes soberbio, los movimientos de cámara que prestan sutil atención a pequeños detalles o que exploran las emociones de un personaje que acaba de hablar mientras otro fuera de plano le da la réplica son pequeñas obras de arte en sí mismos. Pero lo verdaderamente subyugante es la capacidad de Hitchcock para otorgar el protagonismo a un personaje que no aparece en pantalla ni un segundo, y cuyo conocimiento por el público tiene lugar mediante las percepciones y los parlamentos de los demás personajes, yendo desde la adoración más absoluta, al desprecio mayor pasando por el escepticismo.

La mansión de Manderley, construida con decorados en el interior de los estudios y cuyas escenas exteriores son rodadas con grandes decorados o maquetas manipuladas (incluso el recorrido desde la entrada por el camino de tierra que conduce a la casa está filmado sobre una pequeña maqueta) es la encarnación de Rebeca. Todos los apelativos que se citan sobre ella en la película son igualmente aplicables a la casa, y la escena inicial en la que se presenta la casa (fusilada un año después por Orson Welles para el Xanadú de su obra maestra Ciudadano Kane), el intrincado avance de la cámara a través de un paisaje agreste y difícil, no es más que una avanzada metáfora que indica un pasado complicado de desenredar, repleto de recovecos, falsos senderos que seguir, y raíces y ramas que ocultan la vista de la verdad. Manderley es un personaje por derecho propio, pero a la vez un trasunto de Rebeca, una personificación: un objeto, la casa, la que adquiere la caracterización de un ser humano, el personaje de Rebeca, de ahí que el obsesivo amor que la Señora Danvers sentía por su señora se traslade a su celoso cuidado, más bien custodia, de la casa, no sólo recuerdo de Rebeca, sino espíritu de Rebeca misma. La casa, la memoria de la casa y los recuerdos de quienes la habitan o frecuentan acosan a Fontaine desde el primer momento, como fruto de la propia obsesión de la joven o producto de una fuerza maléfica que lo mueve todo en Manderley, dirigida por la Señora Danvers.


Rebeca carece de picardía, del sentido del humor típico de Hitchcock. Él mismo diría en esa obra imprescindible que es El cine según Hitchcock y que recoge las quinientas horas de entrevista que éste concedió al incipiente cineasta y crítico por entonces François Truffaut, que no consideraba Rebeca una película de Hitchcock, en los términos que le son propios, precisamente por la falta de sentido del humor (pese a que confiesa haberse divertido mucho planeando las torpezas y meteduras de pata constantes de Joan Fontaine en la cinta), pero también porque Hitchcock había quedado algo decepcionado con la historia de la novela, puesto que se trata más de una novela psicológica que de una historia de suspense. Consideraba Hitchcock este tipo de historias anticuadas para los años cuarente del siglo XX, pasadas de moda, y confesó repetidamente el esfuerzo que le produjo la necesidad de crear situaciones de suspense que la novela por sí misma no proporcionaba. Uno de los caracteres que imprimió a la película fueron las fantasmales apariciones de la Señora Danvers; ésta no aparece nunca abriendo una puerta, o bajando una escalera, simplemente se escucha un ruido, un murmullo, se percibe una ráfaga de aire, y allí está, en el centro de la habitación, callada, con su mirada inquisitiva y su cara de pocos amigos. Pero por otro lado quizá Hitchcock, en su constante deseo por desconcertar al público, rechazara Rebeca como una obra típicamente suya porque plasmaba demasiadas cosas de él mismo y eso le resultaba incompatible con su macabro sentido del humor (curiosamente, la otra película en que el humor brilla por su ausencia es Psicosis, la película que quizá más diga de él). Pero también es debido al ambiente lúgubre, tenso y gótico del melodrama novelístico de Du Maurier. Fontaine se libra de alcanzar la locura porque a Hitchcock le interesaba más permitir un aumento incesante de la tensión hasta terminar en un final apoteósico e inquietante.

Por cierto, para quien no haya localizado el cameo de Hitchcock en esta cinta, el orondo director camina con abrigo y sombrero junto a una cabina telefónica desde la que habla George Sanders.
39 escalones


Según la Real Academia Española de la Lengua el término “rebeca”, chaqueta femenina de punto, sin cuello, abrochada por delante, y cuyo primer botón está, por lo general, a la altura de la garganta, procede del nombre propio Rebeca, título de un filme de A. Hitchcock, basado en una novela de D. du Maurier, cuya actriz principal usaba prendas de este tipo.
Y efectivamente, hay que fijarse en el detalle de que es el personaje principal de la película (Joan Fontaine) y no la que recibe el nombre de Rebeca (la primera esposa De Winter, que en el filme ha muerto), la que usaba esas chaquetas de punto. ¿Y por qué entonces no recibieron el nombre de la protagonista? Simplemente, porque nunca llegamos a conocer su nombre.
El Séptimo Arte

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Amanecer, F.W. Murnau, 1927


Título original: Sunrise. A Song of Two Humans
Dirección: Friedrich W. Murnau
Guión: Cari Mayer (basado en la novela El viaje a Tilsit, de Hermann Sudermann)
Fotografía: Charles Rosher y Karl Struss (B&N)
Música:
Producción: Fox Film Corporation (William Fox)
País: Estados Unidos
Año: 1927
Género: Drama. Romance
Duración: 117 minutos
Intérpretes: George O'Brien (El hombre); Janet Gaynor (La mujer); Margaret Livingstone (La mujer de la ciudad); Bodil Rosing (La doncella); J.Farrell MacDonald (El fotógrafo); Ralph Sipperly (El barbero)


Un campesino tiene una aventura amorosa con una sofisticada mujer de la ciudad que está pasando una temporada en el campo. Su obsesión por ella lo lleva a descuidar sus labores, hasta tal punto que los vecinos no tardan en darse cuenta de la situación. Pero lo peor es que llega un momento en que su amante lo incita a matar a su esposa. El hombre decide ejecutar el asesinato durante un viaje en barca...(FILMAFFINITY)


En el verano de 1926, Fiedrich W. Murnau llega a los EEUU contratado por William Fox -a quien ha entusiasmado El último (Der letzte Man, 1924)-, dispuesto a materializar sus altos objetivos artísticos. En su primer proyecto en Hollywood, el realizador teutón va a beneficiarse de una libertad y unos presupuestos mayores de los que nunca ha contado en Alemania.

Sobre una conocida novela de Hermann Sudermann y con un equipo de procedencia alemana en su 80%, que incluye al guionista Carl Mayer y al director técnico Rochus Gliesse, Murnau inicia el rodaje de Sunrise, donde va a perfeccionar los decorados y procedimientos utilizados en sus anteriores films. La creación de espacio fílmico, el magistral empleo de la profundidad de campo y la agilidad en los movimientos de cámara, confieren a la película una estética irrepetible. El expresionismo, aunque presente, se ve matizado por el desarrollo de un realismo muy particular que deriva hacia lo metafísico. Todo ello propicia la consecución de una obra mágica y poseedora de toda la grandeza de una tragedia clásica.


Mediante un procedimiento patentado por Frank Williams, que permite añadir diferentes decorados a escenas filmadas previamente sobre fondos en blanco o negro, se estudian distintos ambientes, al efecto de dotar a la escena de la atmósfera más adecuada. La técnica, una vez más, es puesta al servicio del arte.

La película, estrenada en el Times Square Theater de Nueva York el 23 de septiembre de 1927, con banda musical y efectos sonoros acoplados, recibe grandes elogios de la crítica, parte de la cual, incluso, refiere la cercanía del film a su concepto de un cine total. En su primera concesión de Premios, la Academia otorga a Sunrise los relativos a actriz principal, fotografía y calidad artística de producción. Aunque funciona bien en taquilla, el film no puede recuperar su elevado coste y supone un importante fracaso financiero para la Fox, que lleva a la productora a variar radicalmente su relación on Murnau. La crítica, años más tarde, con motivo de la elección de las mejores películas de la historia del cine, otorgará a Sunrise el enorme prestigio del que goza hoy en día.

Luis Enrique Ruíz, Obras maestras del Cine Mudo (1918-1930)


En la Historia del Cine suele recordarse el año 1927 como el momento en que apareció el sonido. ‘El cantor de jazz’, de Alan Crosland, está considerada la primera película sonora. Los gorjeos de Al Jolson fueron el pistoletazo de salida para el cine hablado, que desterraría de un plumazo toda la raigambre del cine mudo y que, asimismo, apagaría la luz de un buen puñado de estrellas que no supieron adaptarse a la nueva tecnología. En esta época de transición, una película muda sobresalió por su excepcional belleza: ‘Amanecer’, del prestigioso realizador alemán Friedrich Wilhelm Murnau. Éste era su bautismo de sangre en Hollywood, y no pudo haber comenzado con mejor pie. Se dice que William Fox quedó ensimismado al ver los extraordinarios movimientos de cámara que Murnau utilizó en ‘El último’, uno de sus últimos trabajos para la UFA, y desde entonces se empeñó en hacerse con sus servicios. El cineasta teutón gozó para su primer trabajo en EE.UU. de unas libertades creativas similares a las que años más tarde la RKO Radio Pictures dispensaría a Orson Welles para el rodaje de la mítica ‘Ciudadano Kane’, y como él, no desaprovechó estas prebendas para elaborar una obra magna. Pocas veces un director extranjero se ha granjeado los parabienes de la crítica en su estreno en Hollywood como Murnau. Quizá el caso que más se le parezca sea el de Alfred Hitchcock con ‘Rebeca’. Por desgracia, la prometedora carrera de Murnau se truncó demasiado pronto. En 1931, cuando contaba 43 años, sufrió un fatal accidente de coche en California en extrañas circunstancias. Los más supersticiosos atribuyeron este infortunio a una maldición que le perseguía después de profanar lugares sagrados durante el rodaje en la Polinesia de su obra póstuma: ‘Tabú’, una película documental que dirigió conjuntamente con el experimentado Robert Flaherty.

'Amanecer' es un drama con ribetes cómicos, como la vida misma. Es la adaptación de 'Pasaporte a Tilsit', una novela romántica de dudosa calidad, pero de gran tirón popular, que contenía un palmario y algo inocente elogio del matrimonio. Murnau cogió este material y lo dotó de un gran calado psicológico. En este proceso de reescritura le fue de gran ayuda la colaboración de Carl Mayer, su guionista más apreciado. Su intervención fue esencial para acercar la película a los postulados del Kammerspiel, un movimiento cinematográfico paralelo al expresionismo acuñado por el director teatral Max Reinhardt (piedra angular en la evolución del cine en Alemania y forjador de jóvenes talentos) y del que su máximo exponente fue Carl Mayer.


Los rasgos más notables del Kammerspiel son el relieve del análisis psicológico en contraposición a las tramas complejas, personajes comunes construidos como alegorías, el peso de la atmósfera (lo que se conocía como Stimmung), la intensidad de los sentimientos (el llamado Gemut) y, por último, una acción simple y lineal despojada de hojarasca. Esta tendencia a la concreción se tradujo en la voluntad de Murnau de limitar el uso de didascalias, hasta casi hacerlas desaparecer. Ya lo intentó antes con 'El último', y los productores se lo negaron aduciendo que crearía confusión en el espectador, y volvió a la carga en 'Amanecer' con idéntica suerte. Siendo ecuánimes, es justo señalar que el razonamiento de los productores no estaba exento de cierta lógica, si bien todo lo que sea interferir y castrar la creatividad del realizador es perjudicial para la obra. Puesto que no pudo prescindir de los intertítulos (aunque sí redujo considerable su número), los empleó con fines expresivos, como los que pasan de estado sólido a líquido cuando el atribulado protagonista planea la muerte de su mujer en la barca. Hay que darle la razón a Murnau en que la película se entiende perfectamente sin didascalias, lo cual es un logro tanto de él como de los actores.

El matrimonio está interpretado por George O'Brien y Janet Gaynor. Por razones obvias, 'Amanecer' fue la primera producción en que Murnau no trabajó con actores alemanes. Después de encadenar tres películas con su inseparable Emil Jannings, a buen seguro que echó en falta la enorme presencia del actor suizo en el set de rodaje. O'Brien se maneja bien en el terreno del uxoricidio, abarcando una amplia gama de matices que van de la pasión y el arrebato por la mujer venida de la ciudad (Margaret Livingston) a la aflicción y el arrepentimiento por su propósito de acabar con la vida de su esposa. Gaynor, por su parte, cumple a la perfección con su papel de mujer cándida y sencilla. Al descubrir las aviesas intenciones de su marido se nos muestra como un pajarillo asustado, y es entonces cuando más ternura provoca en el espectador (cumpliendo así uno de los fines del Kammerspiel). En el lado opuesto, también nos enseña su naturaleza alegre y vivaracha cuando perdona a su marido y baila con él en medio de los vítores y aplausos de las otras parejas. 'Amanecer' fue la película más celebrada de ambos en el inicio de su carrera. Con posterioridad, O'Brien se especializaría en el western y haría papeles secundarios bajo la batuta de John Ford en filmes antológicos del género como 'Fort Apache' y 'La legión invencible'. Janet Gaynor tuvo una trayectoria más destacada, jalonada por títulos como 'Contrastes', de Víctor Fleming, y 'Ha nacido una estrella', de William Wellman, por la que fue nominada.


En una época en que la técnica cinematográfica estaba en fase de construcción, 'Amanecer' es una obra madura y atrevida. El dinamismo de sus planos está muy alejado de la cámara fija que se usaba por aquel entonces. El virtuosismo de Murnau sólo es comparable al de Kubrick. Esta comparación no es baladí, en tanto en cuanto que los travellings que se pueden admirar en esta película se adelantan en varias décadas a la steady-cam que el director neoyorquino usaría en 'El resplandor'. En este sentido, sorprende ese movimiento de cámara que sigue al marido cuando acude al encuentro de su amante en el pantano. Es un travellig magistral que, sin percatarnos, se convierte en plano subjetivo para, a continuación, alejarse de la visión del personaje. Las huellas de sus pisadas en el barro y la luz de la luna que envuelve en un halo fantasmagórico a la mujer que le espera dan idea de la sima en la que se introduce el desventurado marido. La ciénaga resplandece de muerte en un uso de las sombras deudor de la lente expresionista de Fritz Arno Wagner y de Karl Freund, camarógrafos bien conocidos por Murnau.

Tan fascinantes como los movimientos de cámara son los efectos especiales aplicados en algunas imágenes. Hay abundantes sobreimpresiones y transparencias. Es inolvidable la secuencia en que el seductor rostro de la amante da vueltas en torno a la cabeza del atormentado marido induciéndole a cumplir su ominosa promesa. También sobresale la forma que Murnau tiene de contarnos los sueños con que intoxica su corazón, antaño noble y bondadoso. En el cielo oscuro en el que brilla la Luna con palidez trémula y espectral, una transparencia muestra los bailes de salón, el champán y el lujo de la vida en la ciudad, en tanto que la moderna Salomé se entrega a un baile desenfrenado que enciende la pasión de su amado. 'Amanecer' es, por encima de todo, un canto a la vida sencilla y recogida. Así pues, la tensión entre la ciudad (opulenta y frívola) y el campo (plácido y llano) vertebra el eje del discurso. Este filme es, asimismo, un ejemplo de cómo usar efectos en una historia naturalista.

‘Amanecer’ también marcó un hito al ser la primera película rodada en Movietone, un sistema revolucionario que imprimía el sonido en la imagen durante la grabación, y que desbancó al Vitaphone de la Warner, que era el que se usaba entonces.

El simbolismo está muy presente en la iluminación. El pueblo permanece oculto entre las sombras mientras la muerte (representada en la figura de la Luna) se cierne sobre el matrimonio. Esto permite una ambientación lóbrega similar a la de algunos cuadros de Rembrandt, como 'La ronda nocturna'. Este tenebrismo ya lo empleó Murnau un año antes en 'Fausto', cuando la epidemia de peste asolaba la población. Al final la oscuridad es disipada por los rayos de sol cuando rebrota el amor de la pareja, en un epílogo esperanzador que es testigo del romanticismo acrisolado del realizador. Llegados a este punto, se comprende mejor el subtítulo del filme: “Una canción de dos seres humanos”.

Murnau vio recompensado su excelente trabajo en ‘Amanecer’ con un Oscar a la Mejor Calidad Artística, el más importante de los que se entregaban en la ceremonia. Janet Gaynor y los directores de fotografía Charles Rosher y Karl Struss también obtuvieron su merecido reconocimiento.

Truffaut advirtió con suma tristeza que llegaría un día en que los cineastas serían juzgados por críticos que no habrían visto una sola película de Murnau. Pues bien, los años no sólo han confirmado sus peores presagios, sino que los han redoblado. Hoy en día no ya sólo entre los críticos, sino también entre los cineastas más jóvenes el genial director de Bielefeld es un desconocido.

Oscar B. (El Parnasillo)

martes, 20 de septiembre de 2011

Candilejas, Charles Chaplin, 1952


Título Original: Limelight
Director: Charles Chaplin
Guión: Charles Chaplin
Música: Charles Chaplin
Fotografía: Karl Struss
Producción: United Artists
País: Estados Unidos
Año: 1952
Género: Drama
Duración: 132 min.
Reparto: Charles Chaplin, Buster Keaton, Claire Bloom, Nigel Bruce, Norman Lloyd, Sydney Chaplin, Andre Eglevsky, Melissa Hayden


Londres, 1914. A Calvero, el que fuera un día gran artista de variedades, son ya muy pocos los que le recuerdan. El genial payaso, casi un anciano, vive refugiado en el alcohol y, de vez en cuando, para subsistir, se asocia a grupos de músicos callejeros, tocando, eso sí, con una chistera que le sirve para ejercer la mendicidad sin perder el prestigio. Calvero salva a Teresa, una joven bailarina sin trabajo, de morir de desesperación. Áquel intento de suicidio, que Calvero ha frustrado, será el primer paso de la muchacha en una carrera ascendente.

El miedo a las corrientes comunistas asola Usamérica y se entra en una espiral que parece haber enloquecido el ambiente de Hollywood. Chaplin no puede resignarse a las injusticias de las que es testigo. El intento de deportación del músico Hans Eisler y de su mujer, sólo por el hecho de ser parientes del líder comunista alemán Gerard Eisler, provoca que Chaplin proteste e incluso envíe un telegrama a Pablo Picasso en su residencia de París para que los intelectuales de aquel país también protesten ante la embajada norteamericana. La prensa Hearst carga contra él acusándole de traición: “La intolerable injerencia en los asuntos americanos de un extranjero establecido en nuestro suelo desde hace treinta y cinco años, bien conocido por su ignominia moral, sus enormes deudas, su cobarde actitud durante las dos guerras mundiales y su vinculación confesada con los comunistas”. El senador republicano Harry P. Cain pide su deportación aunando el hecho de la carta enviada a Picasso a los escándalos de su vida privada. Un Chaplin que ya ha alcanzado la sesentena ve como lo que antes eran aplausos ahora son abucheos, críticas y calumnias. Como un gran artista que ya no es querido, ve a su alrededor como las grandes luces de su particular escenario van apagándose sin remedio. En un ambiente de caza de brujas, de una campaña gubernamental para contribuir al rearme y de una histeria frente al que es considerado el enemigo, Chaplin no puede evitar dejar volar la mente a sus años de “Candilejas”.

“Limelight”, título original de la película, hace referencia a las luces especiales que se colocan solamente para iluminar a una gran figura de la escena. Es algo más que las “Candilejas” con las que se tradujo el título, al hacer referencia al reflector que enaltece a la estrella. Una luz equivalente a la fama y a la admiración. Utilizando un juego de palabras encontramos la expresión “Limey”, con la que Chaplin fue apodado por Mack Sennett rememorando esos años de juventud, de irrupción emergente desde ese barrio miserable de Londres conocido como Limehouse. “Candilejas” es la mirada del maestro a lo conseguido, a los sueños forjados en esos music-halls en los que anhelaba convertirse en uno de los grandes. Quizás una radiografía de lo que habría sido Chaplin de no tener la suerte de dar el salto a la meca del cine. El protagonista de la película no es más que un pobre diablo que tuvo sus años de gloria pero que acabó derruido por la bebida. Chaplin coge los elementos de su juventud y del Londres de principios de siglo acometiendo una historia con la que llenará 750 páginas. Tras varios retoques y reelaboraciones el rodaje comienza el 19 de Noviembre de 1951.


La duda era quien podía interpretar a la bailarina que supone el contrapunto femenino al personaje de Calvero. Tras leer cartas y ver a centenares de chicas, alguien le habla de una joven actriz que está despuntando en Londres y que ya atesora cierta experiencia teatral. Su nombre es Claire Bloom. Acaba siendo contratada y Chaplin manda a un equipo a Londres para que ruede exteriores. La ciudad todavía sufre los daños de la guerra y Charles tiene que reconstruir en su Estudio los barrios de juventud. Más artista que nunca, diseñó los vestidos, compuso la inmortal música del ballet de la película y se metió de lleno en su proyecto más personal, con el que desde su humilde personaje de Calvero pretendía rendir tributo a una brillante carrera además de una profesión como la de actor, la de cómico, la de mimo. Para ello buena parte de su familia formó parte del reparto, su hijo Sydney, su mujer Oona que dobla a Claire Bloom en las escenas en las que su personaje está postrada en la cama, su hermanastro Wheeler Dryden que interpreta al médico, además de contar con su gran rival de los años dorados: Búster Keaton, otro símbolo olvidado con una escena en camerinos significativa e inolvidable.

Chaplin decide no estrenar en Estados Unidos ante la mala acogida de “Monsieur Verdoux”. Las autoridades, además, apuntan que si Chaplin sale del país nunca más podrá volver. Siendo consciente de su destino prepara su viaje, una larga ruta que ponía punto final a una vida llena de vivencias en Estados Unidos. Antes de embarcarse prepara el plan de exhibición de la película que comenzará en Londres y que seguirá por las principales capitales europeas. El verano de 1952 lleva a cabo las gestiones pertinentes y las autoridades de inmigración aseguran su retorno. La familia se embarca en el Queen Elizabeth y las autoridades aprovechan para anunciar que se abre un expediente contra Chaplin por sus actividades antinorteamericanas y que si vuelve será internado en Ellis Island y tratado como cualquier inmigrante. La prensa aplaude desprenderse del que consideran que ha minado las bases de la moral norteamericana. Chaplin se resiste a creer que nunca volverá.


El transatlántico llega a Cherburgo, Francia, en una pequeña escala. Allí es recibido con entusiasmo y es preguntado por su práctica expulsión de USA. Lo mismo se repite ya en Southampton donde se encuentra tan a gusto en un entorno que le respeta que incluso realiza la danza de los panecillos de “La quimera del oro” y habla de futuros proyectos. Londres se rendirá a Chaplin, todas las marquesinas se encienden con su nombre, le reciben los viejos amigos de profesión, los mendigos imitan sus andares y la multitud se agolpa vitoreando a su héroe, a su hijo pródigo. Un Chaplin emocionado ve como “Candilejas” consigue una entusiasta acogida en el Teatro Odeón de Londres ante diez mil espectadores en una sesión benéfica en la que todo lo recaudado es para los ciegos del país. La princesa Margaret y toda la aristocracia inglesa aplauden lo nuevo de Chaplin lleno de humor y sentimiento, Charles es llevado en volandas al escenario y allí se abraza con Claire Bloom que corre hacia él después de venir del teatro Old Vic donde ha estado representando la Julieta de Shakespeare. Los años han pasado pero con su tierna y sincera historia del cómico arrinconado vuelve a recibir el cariño y la admiración más gratificante, la de los suyos.

Al otro lado del charco llegan los ecos del gran éxito de “Candilejas” en Europa. Samuel Goldwyn, el gran productor, se posiciona a favor de Chaplin señalando como una gran injusticia todo lo caído sobre su figura calificándolo como el más gran artista que alguna vez ha pisado suelo americano. Las autoridades terminan rectificando la medida que declara a Chaplin indeseable en Estados Unidos pero Chaplin no quiere volver a un país que le ha hecho sufrir de esa manera. Oona viaja a Estados Unidos y en una semana liquida todos los bienes de Chaplin allí. Después renuncia a la nacionalidad norteamericana y se convierte en ciudadana británica. En otras tierras se han encendido unos focos que parecían que no volverían a encenderse. A esa luz, la de las candilejas, se dirigen la pareja hacia un destino mejor. Hollywood no podría sacarse la sensación de culpa hasta veinte años después cuando “Candilejas” se estrena en Estados Unidos. Ese año Chaplin recibiría un emotivo Oscar honorífico para el año siguiente recibir la estatuilla a la mejor música por esa película. Todo ello no podía reparar el daño, pero Chaplin ya había logrado fuera de Estados Unidos, rodeado de los suyos, la auténtica felicidad.
Nacho Gonzalo (Lo que yo te diga)


domingo, 18 de septiembre de 2011

Joyce Carol Oates - Ave del paraíso

Como una nube negra extendiéndose en un cielo azul, así arrancan las mejores novelas de Carol Oates, indicios que presagian tormentas que vendrán, descripciones de la placidez en la que se concebirá la tragedia, poéticas del contraste y de la hipérbole en narraciones en las que el sueño americano se convierte una y otra vez en pesadilla. Un suicidio destrozaba en Niágara (2004) una luna de miel, y en Qué fue de los Mulvaney (1996) un aciago día de 1976 oscurece para siempre la vida idílica de los Mulvaney, la familia feliz encerrada en su granja de cuento de hadas. A Carol Oates le encanta levantar las piedras del camino de la vida para encontrar bajo ellas las alimañas, las bestias, como ella las bautiza, que traen consigo la seductora amenaza del límite y de la violencia que después sus novelas despliegan con un realismo de Steinbeck al que se le han infiltrado una polifonía y una introspección claustrofóbica que en Ave del paraíso contribuyen a que la cruenta historia del asesinato de la joven madre y cantante country Zoe Muller, promiscua, drogadicta, soñadora y marginal, de las espesas sospechas que se ciernen sobre su marido mestizo y alcohólico Delray y sobre Eddy Diehl, el redneck veterano de Vietnam que fuera su amante, y de la complicidad ambigua y el deseo degenerado de los hijos de Zoe y de Eddy, el desnortado y vengativo Aaron y la solitaria, libérrima y edípica Krista ("no existe felicidad como la de tener quince años y que tu padre te lleve en coche a un destino que eres incapaz de adivinar"), no se quede en una tópica trama policial, sino que desarrolle por encima de todo una narrativa poliédrica que englobe lo existencial y lo moral, lo erótico y lo costumbrista, y asimismo el retrato íntimo de las relaciones familiares, que ya llevó a cabo en Qué fue de los Mulvaney o en Mamá, y el proceso mismo de degradación de una familia arruinada por la muerte violenta de la madre y perseguida, a lo largo y ancho de dos décadas, a la vez por el infortunio y por la cámara escrutadora e implacable de Oates, heredera, como las de Alice Munro o Jayne Anne Phillips, de las de Woolf o Edith Wharton, que fueron capaces de retratar los enrarecidos paisajes domésticos, pero sobre todo les liaisons dangereuses de quienes los habitan.



Ave del paraíso cuenta -y de forma obsesiva y confusa en la primera parte, que está a cargo de Krista, como revelan el uso de la cursiva para destacar fragmentos de discurso, los saltos temporales ("la conciencia del tiempo que tiene un niño es etérea") y las frecuentes repeticiones- el entramado de un crimen que mantiene similitudes con el de Laura Palmer en Twin Peaks, perpetrado en el espacio decadente y desolador de Sparta donde también se situaba el drama familiar de Qué fue de los Mulvaney, en el que asimismo cobraban protagonismo los hijos adolescentes, una ciudad zafia del Estado de Nueva York que alcanza carácter mítico como aquella Shady Hill de John Cheever o las geografías morales que construyó Faulkner, la "ciudad maldita del Black River", un espacio suburbano tan deteriorado, tan sucio, como las conciencias de sus habitantes, que merodean por "el caso Kruller" ahogándolo en insidias y corrupciones que el lector reconoce como un modo de probar que el hombre no es sino un lobo para el hombre.

La prolífica Oates tiene tanto oficio que podría decirse que en realidad es Oates, Inc., cuidando el proceso de producción de sus textos como lo haría el mánager de una cadena de montaje, desde La hija del sepulturero carga las tintas melodramáticas, y es cierto que su narrativa se ha venido dedicando a remodelar los modelos o nichos narrativos, acercándose al género negro y al thriller más convencional, no muy alejado de las maneras de Grisham, mientras se aleja del relato gótico sensu strictu, al que ha consagrado espléndidos cuentos recopilados en Bestias (2002) o en Infiel (2001), y cediéndole terreno a la obsesión por describir infiernos emocionales en detrimento de las tramas cuyo objetivo no era sino la crítica de la sociedad americana contemporánea, que hace décadas ya que dejó de ser un tema para convertirse en todo un género narrativo, consolidado por Mailer, Updike, Tyler o Ford. Ave del paraíso (2009), en cualquier caso, le entrega al lector el universo de Carol Oates en estado tan químicamente puro que se diría una vuelta de tuerca cercana a la parodia, una versión a lo David Lynch de la tragedia griega proyectando la oscura sombra del destino sobre un puñado de miserables héroes de arrabal, una historia coral, negra y faulkneriana de crímenes y traiciones contada sucesivamente a través del punto de vista de los hijos de los presuntos asesinos, una poderosa historia morbosa y siniestra de placeres y de culpas, de lujuria y violencia, de libido y crueldad.

Monstruos, S.A., Pete Docter, David Silverman y Lee Unkrich, 2001


Título original: Monsters, Inc.
Director: Pete Docter,  David Silverman,  Lee Unkrich
Guión:  Andrew Stanton & Daniel Gerson
Fotografía: Animación
Música: Randy Newman
Producción: Walt Disney Pictures / Pixar Animation Studios
País: Estados Unidos
Año: 2001
Género: Animación. Comedia. Fantástico



Monsters Inc. es la mayor empresa de miedo del mundo, y James P. Sullivan es uno de sus mejores empleados. Asustar a los niños no es un trabajo fácil, ya que todos creen que los niños son tóxicos y no pueden tener contacto con ellos. Pero un día una niña se cuela sin querer en la empresa, provocando el caos. (FILMAFFINITY)


La cuarta película de Pixar/Disney es probablemente la mejor de todas. Obviamente es la mejor en el apartado técnico, pero en esto se verá superada por la próxima película del tándem (o, a lo mejor, aunque menos probable, por la próxima propuesta de alguna de las rivales), pues la potencia del ordenador progresa con notable velocidad. Por su parte la deslumbrante imaginación y extraordinario talento de los artífices de Monstruos, SA se pueden apreciar en cada uno de los fotogramas del film, que permancen en la memoria, al igual que películas como La quimera del oro, setenta y siete años después de su realización permanece en el recuerdo cinéfilo como una obra de arte absoluta, más allá de su importancia en el progreso del cinematógrafo como técnica, pues detrás de ella había alguien con un talento indiscutible y genial. La curiosa relación no se acaba ahí. En muchos de los films de Charles Chaplin el gag visual se erige en el verdadero protagonista de la función y, en ocasiones, la finalidad misma de cada secuencia es el gag en sí. En las comedias de animación de Pixar y Disney ocurre algo muy similar. El personaje recurrente de Charlot con su bastón y sombrero se asemeja a una caricatura, a un dibujo, no solo por su caracterización sino también por los movimientos que Chaplin le otorga. Incluso el parecido también se percibe en el mensaje moralizante -aunque de polos opuestos- que subayace en ambas filmografías, que en ocasiones ha llevado a mentes obtusas a agredir a las produciones Disney con una aberrante complaciencia, pero no a Chaplin -como es un maestro del cine es intocable- paradójicamente.


Sirva pues, esta (apresurada) comparación para exponer dos aspectos importantes a mi entender en la valaración de una obra cinematográfica. El primero es la importancia que tiene el lenguaje del cine en un film y el talento que se demuestre en su empleo, por encima de otras valoraciones, que permite apreciar films tan magnificos y únicos como Luces de la ciudad o Tiempos modernos, pero también propuestas como Toy Story o Bichos. La segunda se relaciona con lo expuesto al principio: los avances tecnológicos que permiten, en el caso, de la animación por ordenador, gozar de un admirable y estimulante progreso, no deben impedir valorar una cinta por su contenido, a pesar de lo atractivo del envoltorio. Dicho esto, queda claro, por tanto, que considero Monstruos, SA un espléndido film no por sus magnificencias técnicas -que por otro lado son dignas de elogio- sino por su desbordante talento cinematográfico y artístico. Así, por ejemplo, hoy Toy Story sigue siendo un film excelente por encima de su obsoleto impacto visual al lado de las películas actuales (en parte es lo mismo que lo ocurre a los films de Chaplin) y su evidente mensaje moralizante y conservador (recuérdese el retrato que se hacía del chaval "malo" que jugaba a romper juguetes). Sin embargo, hay que ser justos y admitir que, en ocasiones, se puede valorar un film en determinadas condiciones o en medio de una coyuntura favorable, y su posterior visionado puede descubrir otro panoráma bien distinto al recordado; aunque no es el caso de Toy Story, ni, supongo y espero, de Monstruos SA.


Mas, concentremos pleanmente la atención en el film dirigido por Peter Docter. El estupendo guión del que parte el film sitúa la acción en un ficticio mundo paralelo (al nuestro, of course) de nombre Monstrópolis donde Sully y Mike Wachowsky, los monstruos protagonistas de la función, se ganan la vida, como otros tantos, asustando a niños, pues la comunidad necesita de los gritos de éstos para sobrevivir. El monstruo malo -un diseño realmente consegudio- secuestra a una niña, que termina cayendo en las manos de Sully y Mike, que pasaran de la aversión inicial al (previsible) cariño final. La aventura está servida y las situaciones rocambolescas y los gags se suceden casi sin parar, con excelente ritmo narrativo y un no menos aplaudible sentido del humor.

Uno de los mejores aciertos del film es el personaje de la niña, cuyo magistral diseño recuerda, no casualmente, al dibujo tradicional, en especial a algunos cartoons de los años cincuenta y sesenta, que apenas habla -porque es muy pequeña- y que en su inocente mirada es vista por la comunidad de monstruos como un ser dañino y repelente, en un detalle genial. El memorable apodo que le da Sully, Boo, se asemeja con lo onomatopéyica palabra que la niña dice siempre para jugar a asustar (otro detalle tan sencillo como excelente), que tiene su cenit en el desternillante (y antológico) momento en que la niña consigue de esa manera espantar a todos los monstruos en el restaurante. Los momentos en los que aparece Boo o toma el protagonismo rozan la perfección.


Pero las ideas brillantes y provechosas de este film no se acaban ahí ni mucho menos: la CDA, trasunto de la CIA, que se encarga de evitar cualquier contacto con los humanos, pues se cree que son nocivos; hay monstruos desterrados en nuestro mundo como el Yetti cuya aparación es uno de los momentos más divertidos del film; el diseño en general de todo el film que acierta en la recreación clásica de la ciudad y de los monstruos, aunque algunos recuerden el mundo de Henry Selick y/o Tim Burton como la novia de Mike; las hábiles salidas de tono, como el hilarante gag musical; la brillante idea de las puertas interdimensionales que permiten a los asustadores acceder directamente a los cuartos de los niños; el banco de pruebas donde los reclutas aprenden cómo deben asustar a los niños… Por encima de todos los momentos del film sobresale, por el derroche de ingenio, el virtuosismo técnico y la claridad con que esta puesto en imágenes, la secuencia en el inmenso almacén de puertas, digna de figurar entre la antología de la animación… algo, por otro lado, que no es ajeno a Pixar (ni a Disney).

Monstruos, SA no es un film perfecto, tiene algún que otro defecto o "pero", mas tras ver el film la impresión es inmejorable y el deseo de volverlo a ver aún persiste; lo que me permite asegurar que el arte está bañado de una sana imperfección.

José David Cáceres (Miradas de Cine)