jueves, 22 de septiembre de 2011

Rebeca, Alfred Hitchcock, 1940


Título original: Rebecca
Director: Alfred Hitchcock
Guión: Robert E. Sherwood & Joan Harrison (Novela: Daphne du Maurier)
Fotografía: George Barnes (B&W)
Música: Franz Waxman
Producción: David O. Selznick Production / United Artists
País: Estados Unidos
Año: 1940
Duración: 130 min.
Género: Drama. Intriga
Intérpretes: Laurence Olivier ('Maxim' de Winter), Joan Fontaine (Mrs. de Winter), George Sanders (Jack Favell), Judith Anderson (Mrs. Danvers), Nigel Bruce (Major Giles Lacy), Reginald Denny (Frank Crawley), C. Aubrey Smith (Colonel Julyan), Gladys Cooper (Beatrice Lacy), Florence Bates (Mrs. Van Hopper)


Al poco tiempo de perder a su esposa Rebeca, el aristócrata inglés Maxim De Winter conoce en Montecarlo a una joven humilde, dama de compañía de una señora americana. De Winter y la joven se casan y se van a vivir a la mansión inglesa de Manderley, residencia habitual de De Winter. Pronto la señora Winter se da cuenta de que no puede borrar en su marido el recuerdo de su difunta esposa. (FILMAFFINITY)


"Anoche soñé que volvía a Manderley…”

Así comienza la novela de Daphne Du Maurier y también es la primera frase pronunciada en el guión de esta historia gótica rodada en 1940, clásico del género y una de las cimas de la filmografía de Hitchcock, y por extensión, de la historia del cine. La película constituye la segunda ocasión en la que Hitchcock acude a esta escritora como fuente de inspiración, tras Posada Jamaica, y el excelente resultado final de la película sería recordado por Hitch en el inicio de su declive, varias décadas más tarde, para rescatar otra novela de la misma autora, Los Pájaros, con la que esperaba mantener ante crítica y público el nivel de reconocimiento obtenido en la década de los cincuenta.

La historia que cuenta esta película es conocida. Una joven ingenua (la encantadora Joan Fontaine, que triunfó en el casting previo sobre su hermana, Olivia de Havilland, y también sobre una innumerable lista de actrices británicas y norteamericanas, entre ellas Anne Baxter, Loretta Young, Margaret Sullavan, y sobre todo Vivien Leigh, heroína de Selznick y esposa de Laurence Olivier, que no dejó de manifestar en el rodaje a cada momento su malestar por la no elección de su esposa; casi todas hicieron pruebas de cámara con el vestuario de la película y en los decorados que iban a emplearse, y debe conservarse la prueba de cámara que hizo Vivien Leigh, por ejemplo) se emplea como ‘dama de compañía’ de una rica y anciana mujerona norteamericana (Florence Bates) que se encuentra de vacaciones en Montecarlo. Allí conoce a Maxim de Winter, un adinerado y apuesto inglés que se ha quedado recientemente viudo (Laurence Olivier), de modales refinados pero adustos, y nace entre ellos una extraña, repentina y atípica historia de amor que, tras un noviazgo relámpago de incógnito, termina en boda. Tras el casorio y el viaje de novios, ambos se trasladan a Manderley, la casona familiar, donde da inicio de verdad esta sobrecogedora historia.


Porque la mansión, que parece poseer vida propia, encierra secretos, misterios, espectros de un pasado que se remueve atormentado, y que vuelve para extender un velo de amenaza sobre el puro e inocente amor de los recién casados, el cual, a medida que la relación se hace más intensa, empieza a sufrir las consecuencias de una atmósfera opresiva que sigue estando presidida por Rebeca, la primera esposa de Maxim, fallecida en un accidente de navegación, y la tensión creciente, las dudas, el pasado turbio y las sospechas, pondrán en juego la confianza de los amantes. La joven irá descubriendo poco a poco los misterios que encierran los muros de Manderley, la verdad sobre la forma en que Rebeca murió, las extrañas relaciones que mantenía con ciertas personas (el magnífico primo interpretado por George Sanders), y la especial unión que existía entre Rebeca y la inquietante señora Danvers (Judith Anderson), el ama de llaves, paradigma de los personajes negativos del cine de terror y suspense de todos los tiempos, y que ha servido de modelo para una gran mayoría de personajes femeninos de mente atribulada y secretos inconfesables.

La joven interpretada por Fontaine va descubriendo poco a poco la legendaria figura de Rebeca. Se establece un duelo de personajes, entre la difunta esposa de Maxim, una verdadera señora de alta sociedad, hermosa, inteligente, divertida, competente, encantadora, sensual, perfecta amante, capaz organizadora y magnífica anfitriona de fiestas y saraos, y la de la joven, de la que en ningún momento se dice su nombre, como ocurre en la novela, para incrementar la sensación de ninguneo, de inferioridad y de constante pérdida en la continua comparación con la primera esposa de Maxim, cuyo nombre es pronunciado a todas horas, incluso se mantienen sus iniciales bordadas en la ropa de cama o en el papel de cartas, o hacia la que los personajes se refieren veladamente -o no tanto- a cada momento, sometiendo a la recién casada a un continuo afeamiento de su conducta en comparación con cómo hablaba, se movía o se comportaba “La Señora”, una auténtica tortura psicológica, que sufre mientras no empieza a salir a la luz la verdad, que Maxim confiesa en una escena de enorme carga dramática y emotiva, que sirve para lanzar una sombra de sospecha sobre el ‘pobre viudo desconsolado’ pero que salva el amor que los esposos se tienen. Porque bajo la fachada de estilo, belleza y personalidad de Rebeca se escondía algo muy distinto a lo que trascendía para todos. Sólo Maxim, y también la señora Danvers, antigua doncella de la Rebeca niña trasladada a Manderley tras la boda con Maxim para servir a su señora como ‘doncella’ y posteriormente destinataria del gobierno de la casa como ama de llaves, conocen la verdad que ella misma espetó a Maxim la noche de bodas: su libertinaje, su moral laxa, sus costumbres licenciosas, sobre todo junto a su primo Sanders, su gusto por el continuo cambio de amantes, y por todos los vicios posibles para una dama de la década de los treinta, todo ello impuesto a Maxim mediante el chantaje: o soportar la vida alegre de su esposa, o descubrirlo todo públicamente con el consiguiente escándalo.

Lo que Fontaine va sabiendo de la primera esposa de Maxim unido a la reapertura del caso de su accidente de barco cuando aparecen nuevos datos que puedan ayudar a la policía, contribuyen a sacar a la luz la verdadera personalidad de Rebeca, mucho más sucia y oscura que la Rebeca pública, al mismo tiempo que convierte el supuesto accidente en presunto asesinato del que Maxim es el primer sospechoso.


La película es notable por varias circunstancias. En primer lugar, supuso el desembarco de Alfred Hitchcock en Hollywood, y por la puerta grande, nada menos que trabajando para el productor David O. Selznick, el promotor, artífice y verdadera alma, pese a los cinco directores que constan en los créditos y a los otros que trabajaron en ella anónimamente, del clásico Lo que el viento se llevó, filmado el año anterior. Este hecho fue traumático para todos. La primera intención de Selznick (cuya O. del nombre oficial no significaba nada, no era más que un añadido artístico) siempre fue producir películas majestuosas, de grandes decorados, de mucho metraje, historias repletas de acción, romance, complicados giros y sagas dilatadas en el tiempo. Con tal fin quiso llevar a Hitchcock a América para filmar la historia del Titanic, el famoso barco hundido tras chocar con un iceberg y que años más tarde perpetraría de manera infame el presunto cineasta James Cameron. Con este objeto, mientras Hitchcock rodaba Posada Jamaica y Enviado especial junto a sus colaboradores habituales, sobre todo la guionista y amor platónico del director, Joan Harrison, y mientras Selznick, de 37 años aunque aparentaba tener el doble, se peleaba a diestro y siniestro con los interminables detalles de la producción y del rodaje de Lo que el viento se llevó, fueron constantes las comunicaciones mediante telegrama o correo postal entre las oficinas de Selznick y los platós de Hitch, intentando concertar las condiciones en las cuales el inglés se pondría a las órdenes del productor. Esto incluía determinar no sólo qué condiciones contractuales iban a unirles, sino también acordar para cuántos y qué proyectos se asociaban. Salta a la vista que el tipo de películas que gustaban a uno y a otro eran difícilmente compaginables, pero el principal escollo eran sus métodos de trabajo. Hitchcock fue el primer cineasta independiente de la era moderna (de hecho es uno de los pocos directores con derechos de propiedad sobre algunas de sus películas, sin que éstos pertenezcan a los estudios): controlaba absolutamente todos los estratos de la producción fílmica, desde el guión a la fotografía, desde la iluminación al vestuario, desde el puesto de operador de cámara al del servicio de catering. Por el contrario, Selznick era un dictador de los estudios: gustaba de controlar todos los aspectos que rodeaban sus producciones, dado que entendía que su dinero le permitía intervenir en todas las fases de creación de las películas producidas por sus estudios. Para ello utilizaba sus famosos e inabarcables memorándums, escritos enormemente largos con los que castigaba a los directores contratados que filmaban sus proyectos, y en los que hacía notar su disconformidad con aquellas cuestiones que le desagradaban en la marcha de los rodajes (algunos originales se conservan aún, son verdaderos monstruos de la escritura de puño y letra, es normal que Hitch ni se los leyera). Era evidente que el choque de trenes no tardaría en producirse, y así fue.

Sin embargo, durante las largas y arduas negociaciones, no faltaron indicios de la catástrofe a la que ambos se avecinaban. Los continuos flecos que dificultaban cerrar el acuerdo definitivo durante los últimos rodajes ingleses del director hicieron que éstos se resintieran. Hitchcock estaba más pendiente del salto a América que de filmar las películas que tenía pactadas antes de poder marcharse, y el resultado de ambas lo deja notar (del rodaje de Posada Jamaica viene la famosa frase de no trabajar con niños, perros o con Charles Laughton). El principal problema, no obstante, fue ponerse de acuerdo en el proyecto que iban a filmar. Selznick proponía Titanic, y estaba convencido de que ésa sería la primera película americana de Hitch incluso cuando el guión de Rebeca ya estaba terminado. Hitchcock jamás tuvo intención de rodarlo, y aprovechando que acababa de filmar otra obra de Du Maurier, presentó esta alternativa que, tras arduas negociaciones, terminó imponiéndose. Hitchcock diría más tarde que fue Selznick quien compró los derechos de la novela para ofrecérselos a él, pero, como sucedía a menudo, mentía. Las ansias de un éxito seguro uniendo a una novelista de éxito, Du Maurier, y al genial director británico, elevado a los altares tras la impactante repercusión entre el público de Alarma en el expreso, propiciaron que Charles Laughton adquieriera los derechos de Posada Jamaica para llevarla a la pantalla. Entonces Hitchcock ya intentó comprar los derechos de Rebeca, que era realmente la historia que le interesaba, pero no pudo acerse cargo de ella por lo elevado de la suma necesaria. Sin embargo, con los cheques recibidos de Selznick cuando se suponía que financiaba los primeros gastos del rodaje de Titanic, la adquisición de los derechos de la novela no fue un problema.

Sin embargo, Selznick, por vez primera derrotado en una negociación, guardó en la memoria el detalle de lo sucedido para el futuro. A pesar de que convino el proyecto que Hitchcock quería y de que el contrato se cerró por diez películas, no olvidó lo ocurrido y pronto tomó una medida salomónica que, queriendo castigar al inglés, supuso su encumbramiento y la decadencia vertiginosa del propio Selznick. Pero antes de manifestar su rencor, el productor se convirtió en entusiasta defensor de Rebeca, y concedió a Hitchcock un presupuesto mucho más que generoso. Gracias a él pudo Hitchcock recorrer auténticas mansiones de Inglaterra y de la costa este de Estados Unidos de estilos victoriano y eduardiano con el fin de levantar con total exactitud espacios existentes de mansiones reales que sirvieran de marco para la tétrica narración.


Selznick no reparó en gastos a fin de tener más contento a Hitchcock y así tener esperanzas de que éste viera con mejores ojos sus ansias de intervenir en todos los asuntos del rodaje. Esto no impediría que uno y otro salieran hartos de su colaboración, lo que provocó que, de mutuo acuerdo, firmaran un nuevo contrato por el que Selznick podría ceder a su director estrella a otros estudios a cambio de sustanciosos emolumentos. Así, de las diez películas que Hitchcock debía filmar para Selznick, sólo hizo tres: Rebeca, Recuerda y El proceso Paradine, éstas dos últimas cuando el imperio Selznick ya se estaba desmoronando y el productor buscaba como fuera una tabla de salvación, mientras Hitchcock rodaba sus primeros éxitos de taquilla y de crítica para los estudios Universal o R.K.O. (Sospecha, La sombra de una duda, Encadenados). Sólo la victoria en la gala de los Premios de la Academia, ganando el único premio a la mejor película obtenido por el director inglés, supuso un oasis de concordia entre ambos.

Otro aspecto por el que la película resulta interesante es porque Hitchcock se llevó con él a América sus manías y sus traumas. Lo que más atrajo al director fue el hecho de que la auténtica protagonista de la película fuera un personaje ausente, que habiendo muerto es el auténtico motor de la historia, condicionando desde el más allá las vidas de los personajes gracias al recuerdo y al remordimiento que éstos guardan. El inicio de la película en Montecarlo, acompañando Joan Fontaine a una vieja americana en sus vacaciones por la Costa Azul, recordaba a Hitchcock las veces que él mismo y su esposa Alma Reville ejercían de tales con su propia madre, de la cual, dicho sea de paso, es un perfecto trasunto el magnífico personaje de la Señora Danvers, incluso con cierto parecido físico, y cuyas ropas y calzado fueron diseñados para que diera la sensación de que se movía en el aire, sin posar los pies en el suelo y sin hacer ruido. Pero la obsesión, el remordimiento, el trauma, el pasado, la memoria, la pasión no satisfecha, y la amenaza de catástrofe emocional, eran constantes preocupaciones personales del cineasta, que no renuncia tampoco a hacer aparecer a la policía, no como un ente que busca esclarecer el crimen en aras de la justicia, sino como una amenaza para el amor de la pareja protagonista. Pero principalmente lo que hace que Hitchcock asuma el proyecto no es otra cosa que el propio personaje de Rebeca, la fascinación que el sentía por la doble moral, por las personas con múltiples facetas que han de esconder alguna o algunas de ellas al público. Responde asimismo a su canon de belleza y de comportamiento femenino: la rubia que ha de ser una perfecta dama en público y una viciosa, promiscua y complaciente prostituta en la intimidad. La atracción de Hitchcock por la historia viene de su admiración por este personaje que hubiera culminado todos los deseos que el cineasta intentó hacer realidad en Ingrid Bergman, Grace Kelly o Tippi Hedren. La continua presencia fantasmal de la difunta plasmada plásticamente en la decoración y distribución de la casa, son una caracterización maestra de una ausencia, un despliegue de creatividad de un gran director que logra transmitir una presencia viva, amenazante y vengativa, de un personaje sin acudir para ello a lugares comunes explotados por el peor cine de terror de los últimos tiempos. Pero, aplicándolo a su propia vida, el espectro de Rebeca se asemejaba a la constante presencia de su propia madre, bien físicamente, bien mentalmente, a través de su continua influencia grabada a fuego en su mente a través de sus prohibiciones, sus mandatos, su mal humor, sus órdenes y su intransigencia.

El marco es majestuoso, el desarrollo de personajes soberbio, los movimientos de cámara que prestan sutil atención a pequeños detalles o que exploran las emociones de un personaje que acaba de hablar mientras otro fuera de plano le da la réplica son pequeñas obras de arte en sí mismos. Pero lo verdaderamente subyugante es la capacidad de Hitchcock para otorgar el protagonismo a un personaje que no aparece en pantalla ni un segundo, y cuyo conocimiento por el público tiene lugar mediante las percepciones y los parlamentos de los demás personajes, yendo desde la adoración más absoluta, al desprecio mayor pasando por el escepticismo.

La mansión de Manderley, construida con decorados en el interior de los estudios y cuyas escenas exteriores son rodadas con grandes decorados o maquetas manipuladas (incluso el recorrido desde la entrada por el camino de tierra que conduce a la casa está filmado sobre una pequeña maqueta) es la encarnación de Rebeca. Todos los apelativos que se citan sobre ella en la película son igualmente aplicables a la casa, y la escena inicial en la que se presenta la casa (fusilada un año después por Orson Welles para el Xanadú de su obra maestra Ciudadano Kane), el intrincado avance de la cámara a través de un paisaje agreste y difícil, no es más que una avanzada metáfora que indica un pasado complicado de desenredar, repleto de recovecos, falsos senderos que seguir, y raíces y ramas que ocultan la vista de la verdad. Manderley es un personaje por derecho propio, pero a la vez un trasunto de Rebeca, una personificación: un objeto, la casa, la que adquiere la caracterización de un ser humano, el personaje de Rebeca, de ahí que el obsesivo amor que la Señora Danvers sentía por su señora se traslade a su celoso cuidado, más bien custodia, de la casa, no sólo recuerdo de Rebeca, sino espíritu de Rebeca misma. La casa, la memoria de la casa y los recuerdos de quienes la habitan o frecuentan acosan a Fontaine desde el primer momento, como fruto de la propia obsesión de la joven o producto de una fuerza maléfica que lo mueve todo en Manderley, dirigida por la Señora Danvers.


Rebeca carece de picardía, del sentido del humor típico de Hitchcock. Él mismo diría en esa obra imprescindible que es El cine según Hitchcock y que recoge las quinientas horas de entrevista que éste concedió al incipiente cineasta y crítico por entonces François Truffaut, que no consideraba Rebeca una película de Hitchcock, en los términos que le son propios, precisamente por la falta de sentido del humor (pese a que confiesa haberse divertido mucho planeando las torpezas y meteduras de pata constantes de Joan Fontaine en la cinta), pero también porque Hitchcock había quedado algo decepcionado con la historia de la novela, puesto que se trata más de una novela psicológica que de una historia de suspense. Consideraba Hitchcock este tipo de historias anticuadas para los años cuarente del siglo XX, pasadas de moda, y confesó repetidamente el esfuerzo que le produjo la necesidad de crear situaciones de suspense que la novela por sí misma no proporcionaba. Uno de los caracteres que imprimió a la película fueron las fantasmales apariciones de la Señora Danvers; ésta no aparece nunca abriendo una puerta, o bajando una escalera, simplemente se escucha un ruido, un murmullo, se percibe una ráfaga de aire, y allí está, en el centro de la habitación, callada, con su mirada inquisitiva y su cara de pocos amigos. Pero por otro lado quizá Hitchcock, en su constante deseo por desconcertar al público, rechazara Rebeca como una obra típicamente suya porque plasmaba demasiadas cosas de él mismo y eso le resultaba incompatible con su macabro sentido del humor (curiosamente, la otra película en que el humor brilla por su ausencia es Psicosis, la película que quizá más diga de él). Pero también es debido al ambiente lúgubre, tenso y gótico del melodrama novelístico de Du Maurier. Fontaine se libra de alcanzar la locura porque a Hitchcock le interesaba más permitir un aumento incesante de la tensión hasta terminar en un final apoteósico e inquietante.

Por cierto, para quien no haya localizado el cameo de Hitchcock en esta cinta, el orondo director camina con abrigo y sombrero junto a una cabina telefónica desde la que habla George Sanders.
39 escalones


Según la Real Academia Española de la Lengua el término “rebeca”, chaqueta femenina de punto, sin cuello, abrochada por delante, y cuyo primer botón está, por lo general, a la altura de la garganta, procede del nombre propio Rebeca, título de un filme de A. Hitchcock, basado en una novela de D. du Maurier, cuya actriz principal usaba prendas de este tipo.
Y efectivamente, hay que fijarse en el detalle de que es el personaje principal de la película (Joan Fontaine) y no la que recibe el nombre de Rebeca (la primera esposa De Winter, que en el filme ha muerto), la que usaba esas chaquetas de punto. ¿Y por qué entonces no recibieron el nombre de la protagonista? Simplemente, porque nunca llegamos a conocer su nombre.
El Séptimo Arte

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