domingo, 16 de octubre de 2011

Somewhere, Sofia Coppola, 2010


Título original: Somewhere
Dirección: Sofia Coppola
Guión: Sofía Coppola
Fotografía: Harris Savides
Música: Phoenix
Producción: Focus Features / Pathé / Medusa Film / Tohokushinsha / American Zoetrope
País: Estados Unidos
Año: 2010
Género: Drama / Comedia
Duración: 98 min.
Intérpretes: Stephen Dorff (Johnny Marco), Elle Fanning (Cleo), Chris Pontius (Sammy), Erin Wasson (Party Girl #1), Alexandra Williams (Party Girl #2), Nathalie Fay (Party Girl #3), Kristina Shannon (Bambi), Karissa Shannon (Cindy), John Prudhont (Chateau Patio Waiter), Ruby Corley (Patio Girl)


Johnny Marco (Stephen Dorff) es un actor de gran éxito cuya vida de excesos y lujo cambia por completo al aparecer su hija de once años (Elle Fanning) sin aviso previo. Johnny es una estrella de cine que vive en el lujoso hotel Chateau Marmont de Hollywood, conduce un ferrari y sale con bellas mujeres sin comprometerse con ninguna. Su vida es fácil y confortable, pero todo cambia cuando en el hotel aparece su hija preadolescente, fruto de un antiguo matrimonio fallido. (FILMAFFINITY) 


Vaya por delante un aviso: Os voy a pegar un rollo de tres párrafos simple y llanamente para situar la película de la que hablamos en su contexto y, ya puestos, para exponer la actitud con la que iba predeterminado cuando me senté a verla. Allá va:
Hubo una época en que los parabienes de la crítica hacia el clan Coppola se centraban en el bueno de Francis, patriarca familiar, y en menor medida (por puro desconocimiento) en su padre Carmine, notable compositor y director de orquestra. Algunos caían en la cuenta de que Nicolas Cage formaba parte de la familia (sí, ESE Nicolas Cage, antes de las pelucas, los vástagos con nombre kryptoniano y esa irritante manía en hundir su carrera a golpe de histrionismo mandibular), y los menos recordaban que Talia Shire también participaba en las cenas navideñas de tan pintoresca estirpe. No hace tantos años de ello, aunque por aquél entonces en Nueva York aún podías hacer equilibrismos en una cuerda de metal entre dos torres del World Trade Center, y los Red Sox no ganaban la liga ni a tiros.
Algunas cosas han cambiado desde entonces, y entre ellas la presencia de tan itálico apellido en las comidillas de Hollywood. Tras la desgraciada muerte del hijo mayor, el resto de la prole de Francis Ford Coppola ha hecho sus pinitos en la cosa esta del cine. Roman y Sofia, a golpe de heráldica pero también de talento, se han hecho un hueco en la división más cool del séptimo arte a menudo por la puerta del videoclip. El caso de ella es el más notorio: en 1999 se estrenó en el largometraje con Las vírgenes suicidas, que pasó relativamente desapercibida en nuestro país pero se ganó las alabanzas de la crítica. Sólo algunos mencionaban de pasada que, hasta ese momento, la directora novel era recordada por robarle el papel de Mary Corleone a Wynona Ryder en El Padrino parte III (dos Razzies, a la peor nueva actriz y a la peor intérprete secundaria) y por su breve aparición en Star Wars I: La amenaza fantasma (otra nominación al Razzie a la peor intérpete secundaria y, agárrense, a la peor nueva actriz de la década). De repente, los más modernos del barrio empezaron a adorar a Sofia. Cinco años más tarde, con el estreno de Lost in Translation llegó su consagración definitiva, en forma de premios, taquilla, y un oscar al mejor guión original. De repente, cuernos, todo el mundo empezó a adorar a Sofia. Así las cosas, más chula que un ocho, en 2006 estrenó María Antonieta, y llovieron chuzos de punta. Una parte de la crítica (y no estrictamente francesa) la vapuleó agitando el espantajo del rigor histórico. A otros, simplemente, les pareció vacua, esteticista sin más y profundamente aburrida. De repente, el mundo empezó a odiar a Sofia. Bueno, más que odio, se minimizaba su trabajo anterior (excesivamente hinchado quizá), se la tachaba de superficial, frívola y cuentista. Que si estaba acabada, que si se le veía el plumero, que si rechazo, chanzas, antipatía, miraditas por encima del hombro, defenestración… En fin.


Tras esta voluble tormenta de reacciones a una filmografía que, hasta la fecha, contaba simplemente con tres títulos, llega Somewhere, estrenada con un año de retraso y sin el bombo y las alharacas de las producciones anteriores. Y dejemos las cosa bien claras: A servidor de voacés siempre le ha gustado el cine de la hija de Francis Ford. Más allá del ruido informativo y crítico que han despertado sus trabajos, de la tontería pseudogrouppie que acompaña Las vírgenes suicidas o Lost in Translation, sus películas me han interesado siempre, por muy ancladas en el lado más facilón de la estética cool que estuvieran, a pesar de todos los pesares, siempre me han aportado algo donde otros compañeros de su generación han fallado, una panorámica del vacío existencial y de las relaciones humanas en pleno siglo XXI perfectamente traspasable a otras épocas. Su nuevo trabajo, esta Somewhere, insiste en algunas de las constantes temáticas de su filmografía. A través de la historia de un actor de éxito que languidece en el Chateau Marmont, en una aburrida vorágine de fiestas, bailarinas de peep show y peterpanismo atravesado, Coppola nos habla de nuevo del tedio como forma de vida, del paso de las horas en habitaciones de hotel de una clase acomodada que vive su privilegiada situación como una forma de prisión orgánica y, en ocasiones, totalmente inconsciente. Johnny Marco se encuentra en una especie de standby existencial, parado como un atontado en el pasillo de tránsito entre una época de su vida y la siguiente (el paso a la siguiente etapa de madurez, otra obsesión de Coppola), jugando con la Playstation, coqueteando con toda entrepierna femenina que se le ponga por delante, midiendo su calendario en función de las necesidades de promoción de la productora de turno. Su mundo de feliz complacencia y terrorífica apatía se ve sacudido sutilmente con la irrupción de su hija Cleo, a la que ve solo de vez en cuando y que se instala en sus habitaciones del Chateau cuando su exmujer la abandona presa de una crisis, quizá la misma que asaltaría al protagonista si se parase a pensar sólo por un momento. En un par de semanas, padre e hija viajan a Milán a publicitar la nueva película de Marco, comen helado, se bañan en piscinas, juegan con el Rock Star de la Play, hablan, se conocen, y al padre irresponsable le pasa por la cabeza que quizá el tedio ya no sea un buen compañero. Nada nuevo que no nos hayan contado hasta el aburrimiento y más allá en multitud de ocasiones. Pero Coppola huye de los grandes discursos y de las frases relamidas. Poco hay en los 97 minutos que dura la película que nos haga pensar en grandes giros de guión, de esos que de tan evidentes resultan rijosos. La entrada de Cleo en el mundo de Johnny se produce sin artificios y su relación fluye con notable naturalidad. Lo que vemos en pantalla es un padre y una hija que comparten pequeños momentos de una rutina tamizada por el entorno de gran estrella de Hollywood, pero que destila retazos que son fácilmente reconocibles en cualquier otra circunstancia. A través de ellos, Johnny se acerca a su hija, una deslumbrante chiquilla de 12 años que pone patas arriba su percepción del mundo con las armas de la naturalidad y el desparpajo, actuando como elemento distorsionador de la manera más elegante y soterrada posible. Cuando acaba la película, el efecto de su presencia en la vida del actor será imborrable, y todo ello sin grandes explosiones de afectado lloriqueo, ni gritos, ni profundas revelaciones basadas en elementos de guión que se han introducido 70 minutos antes solo para explotar al final y justificar la conclusión de la historia. El cambio que vertebra el filme, sólido y creíble, simplemente ocurre por la fuerza de sus personajes, por la química que desprenden y por la intensidad de una acumulación de escenas empeñadas en ilustrar el aburrimiento y el vacío existencial. Como la vida misma.


La evolución de la narrativa de Coppola va de más a menos. Si en Las vírgenes suicidas y María Antonieta el hilo narrativo aún está trufado de giros, saltos temporales y otros elementos que dotan de complejidad a la historia, Lost in Translation (escrita en el proceso de preproducción de la película sobre la reina de Francia, aunque rodada finalmente antes) ya presenta síntomas de una considerable simplificación de los puntos que sostienen la estructura de los tres actos. Y lo que era un apunte dramático en la historia de amor ambientada en Tokio se convierte en toda una declaración de intenciones en Somewhere. La madurez de la directora queda patente en una realización que huye de efectismos, su dominio de la cámara y de la puesta en escena le permite resolver escenas con la cámara fija y en un solo plano, y todo ello sin perder ni un ápice de belleza en la composición ni de claridad expositiva. La dirección de actores recupera (o descubre, según se mire) a un Stephen Dorff que hace el papel de su vida: el de un adolescente trasnochado, o el de un adulto con cara de niño. A su lado, Elle Fanning ratifica su condición de most promising newcomer (o como puñetas se diga) con una naturalidad desarmante y un desparpajo ante la cámara cuanto menos refrescante. Cómplice de la directora, suerte de alter ego de la niña que creció en la vorágine de una industria poderosa, ella es en la película la salvación de toda pulsión autodestructiva. Si Hollywood no la jod… Si Hollywood no la fastidia, si la sienta en el banquillo de Jodie Foster o Liz Taylor en lugar de en el del pobre Brad Renfro o Haley Joel Osment, si hacen bien su trabajo, esta chiquilla hará cosas grandes. Mientras tanto, la podemos ver brillar en el trabajo más modesto de Sofia Coppola, aunque sólo sea en apariencia. Desprovista de la atención mediática de sus otros trabajos, fuera del centro de las cámaras, quizá ahora podamos apreciar en su justa medida el trabajo de la pequeña de uno de los clanes con más relumbrón del cine norteamericano.
Y qué feo es el Chateau Marmont, madre mía…

Manel Carrasco (La Casa de los Horrores)


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